martes, agosto 07, 2012

Placeres Mundanos, nº 26

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Gazpacho: El verano que se bebe.


Comprendo que la afirmación que pienso realizar a continuación llegue a ser molesta, que escueza, que incluso levante ampollas entre los lectores, pero antes que nada me debo a la verdad y ante ella, ante la verdad, no valen titubeos ni paños calientes. La afirmación, digo, no es otra que constatar que soy yo y solo yo quien hace el mejor gazpacho del mundo; por lo que si quieren continuar leyendo esta entrada y poniendo en ejecución su receta, les recomiendo que se olviden de todo cuanto crean saber en torno al gazpacho, que desprecien cuanto hayan visto, leído o probado y que una vez con el pensamiento en blanco, procedan a realizar un gazpacho como el mío, única y efectiva prueba que llevará a todos a confirmar que, en efecto, es este el mejor, el genuino y el único gazpacho mundial merecedor de ser tenido en cuenta.

Y dicho esto, procedamos.


Casi todo el mundo sabe que para hacer un gazpacho ortodoxo —insisto, ortodoxo como un pope ruso— y por lo tanto alejado de vacuas invenciones y postizos, son necesarios unos tomates, pimiento, pepino, ajo (fig. 1), pan del día anterior en remojo (fig. 2) y para su aliño, aceite, vinagre y sal. Ni más ni menos. Todo lo demás son, como digo, caprichos y ganas de molestar.

Elemento A. El tomate.
Es sin duda el tomate el alma gazpachera, así que debemos procurarnos los mejores y los mejores no son otros que esos tomates de variedad corazón de toro (también llamados en otros lugares corazón de doncella) de tan compacto interior y tan delicada piel que hace oneroso su comercio pues cualquier golpecito los arruina. Como conseguirlos no es fácil, optaremos por el tomate gordo y contundente que procura la huerta patria en su diversidad territorial. En mi caso, por cercanía, son famosos los tomates de Los Palacios o de Lebrija... aunque en esta ocasión, los tomates intervinientes —según rezaba la etiqueta del hiper— procedían de algún lugar de Murcia. En todo caso, no fueron malos tomates y sí mucho mejores que esas variedades de rama y de pera que la creencia popular encuentra adecuados para el gazpacho. Pero yo no.

Elemento B. El pimiento.
Los mejores son esos verdes de tono medio brillantes como recién barnizados que también sirven para freír, largos y algo retorcidos como cuernos de cabra. Desprovistos de pepitas y de los hilachos blancos del interior, un trozo como de 15 cm es más que suficiente para emplear en la receta. Más allá de esta cantidad, el gazpacho resultante corre el riesgo de tomar un sabor algo amargo. En resumen, que no nos pasemos con el pimiento.

Elemento C. El pepino.
Mi favorito es el de piel verde oscura atacada por pequeñas verruguillas. El pepino añade frescor y alegría, pero hemos de pelarlo y desproveerlo de culos porque al igual que el pimiento, puede amargarnos el gazpacho y hasta la vida. En cambio, encuentro muy adecuado que el pepino como guarnición se vista del Betis, esto es, pelado y vestido a rayas blanquiverdes.

Elemento D. El ajo.
¿Qué sería de la cocina española sin el ajo? Pues algo impensable, sin duda; algo que siempre lamentó el Conde Drácula. Por lo tanto, no olvidemos este elemento de vertebración patria, pero usémoslo con moderación dada su capacidad arruinante. Con un diente si es pequeño o medio diente si es hermoso, vamos que chutamos.

Elemento E. El pan en remojo.
El pan no solo actúa en el gazpacho como espesante sino como aglutinante, ayudando que todos los participantes se amalgamen, se hagan uno como machos y hembras en tumultuoso fornicio; pero teniendo cuidado que no tome papel protagonista. Una mediana porción tomada con la punta de los deditos será suficiente. ¿El mejor pan al efecto? Pues sin duda un pan ya más que asentado y de ese tipo que se llama de hogaza, o pan de pueblo o pan de payés. Nada de panes industriales tan llenos de aire que parecen globos quebradizos.

Resumiendo. Para la receta que presento, utilicé:
— 1 kg de tomates.
— ½ pimiento verde de freír.
— 1 pepino pelado.
— ½ diente de ajo (era gordo)
— 1 pellizcón de pan remojado.



Una vez reunidos los ingredientes, procederemos a trocearlos (los tomates, una vez lavados, no necesitan ser desprovistos de piel) (fig. 3, 4 y 5), vertiéndolos a medida que los picamos en el vaso de la batidora. Como la mía me la cargué, empleo como vaso una jarra cervecera de cristal.
A continuación, aliñaremos el conjunto con un puñadito de sal gorda, un chorreón de buen vinagre jerezano y un generoso chorrazo de aceite de oliva virgen extra (fig. 6). Llegados a este punto comprenderán que el asunto de las cantidades intervinientes en el aliño lo dejo en sus manos, porque siendo cada uno de su padre y de su madre, hay quien gusta de aliños con preponderancia vinagrera, otros más grasos y grados salinos de mayor o menor medida. Particularmente me hallo entre los que prefieren muy poco vinagre y no mucha sal, procurando que sea el aceite el rey del mejunje.
Es importante dejar que durante un buen rato (pongamos que media horita) las hortalizas troceadas se vayan conociendo entre ellas, que el aliño penetre en los resquicios y actúe como medio conductor de amistad y que todo, en suma, preste su olor y sabor al resto de elementos que habitan en el vaso batidor.

Tras este feliz reposo, enchufamos la maquinita —túrmix o minipimer en lenguaje castizo— y procedemos a hacer papilla lo que antes fue alegre reunión vegetal (fig. 7). Tras el tiempo necesario, que yo marco cuando la superficie del líquido resultante empieza a espumar, probamos, y rectificamos el aliño si procede. Un golpe más de batidora y aquí paz y después gloria, hermano.

Seguidamente, vertemos la mezcla en recipiente adecuado pasándola por un colador grande y de apretada rejilla (fig. 8). Para el filtrado, nos ayudaremos de un cazo con el que practicaremos salerosos movimientos circulares y apretujantes; de esta forma, y en un pispás, conseguiremos un gazpacho cremoso, de suave textura y ajeno a la presencia de trocillos, semillitas y pellejitos. Un gazpacho que es pura seda bebible.
(¡Señora, caballero! No tire a la basura las zurrapas que quedan en el colador. Siempre se las pueden echar de comer al cerdo que acostumbramos criar en un rincón de la cocina).


¿Añadir agua? Miren, yo me conformo con el agua proveniente de los tomates y la que empapaba el pan… en todo caso, si compruebo que el espesor es excesivo añado un culito que sirva para arrastrar al colador los últimos restos de la jarra. Pero nada más. Por favor, por favor, no agüen el gazpacho y mucho menos cometan ese atentado, ese crimen que consiste en añadir cubitos de hielo para “ponerlo más fresquito”. Por supuesto hablo de agua mineral en el caso de que el agua del grifo de la población de Uds. sea una porquería. Tampoco caigan en el error de los que piensan que el gazpacho es como un salmorejo con agua. No, no y requetenó. Gazpacho y salmorejo, aunque primos, distan mucho de ser la variación de una misma cosa.

Para finalizar, metemos el cacharro en la nevera y cuando el contenido alcance la temperatura adecuada, fría pero sin llegar al pre-granizado lo servimos en bol de loza (fig. 9). Como guarnición me conformo con unos sencillos dados de pepino a medio pelar, aunque los añadidos son tan innumerables como los caracteres humanos: hay quien añade pan, uvas, jamón, pescado frito, langostinos a la plancha y hasta remoja trozos de tortilla de patata. En este extremo no hay nada que objetar pues son elementos externos, digamos que periféricos al gazpacho. Otra cosa son esos trukis que desde luego no admito tales la inclusión de ¡la cebolla!, la pizquita de comino o la hojita de yerbabuena e invenciones como la que llevé a cabo el otro día, que fue sustituir el agua del grifo por agua mineral con gas. El resultado, aunque curioso, no llegó a convencerme.

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viernes, agosto 03, 2012

Inciso vacacional: Damero Mardito, nº 40 (agosto)

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Francisco Rubio "el Mosca"

Bernardo Fuentes, para mitigar el aburrimiento que embargaban sus interminables tardes de soledad, se compró un canario y su correspondiente jaula, esperando que los cantos del pajarillo amenizasen sus horas de soltería. 

El ave era desde luego preciosa, al igual que la jaula de dorado latón provista de todos los accesorios: bebedero, comedero, bañerita, columpio y hasta un hueso de calamar para que su habitante se afilase el pico. Bernardo resolvió pronto el dilema que representó poner un nombre al canario, y fue así que lo bautizó como 'Currito', nombre, la verdad, no demasiado original pero sí muy en relación con su convencional personalidad. Una vez instalado en el rincón más alegre y luminoso del saloncito, 'Currito' no tardó mucho tiempo en trinar bellas melodías que sorprendieron a su amo por su brillantez, volumen y limpieza de ejecución. Bernardo, por fin, se sintió casi feliz. 

Bernardo también disfrutaba limpiando la jaula y reponiendo el alpiste de 'Currito'. Nada le satisfacía más que comprobar como día a día, el pajarillo, además de perfeccionar su canto, desarrollaba un plumaje sano, un pico fuerte y unos ojos como cabezas de alfileres de cristal negro. “Vamos a ser muy amigos, Currito; lo que me apena es que tengas que estar encerrado... Verás, un día de estos voy a cerrar las puertas y ventanas del saloncito y te dejaré que vueles libre en recompensa por las horas maravillosas que proporciona tu compañía”. Y fue así que decidido y en poco tiempo, Bernardo llevó a cabo su proyecto.

Una tarde de esas templadas del mes de septiembre, abrió la jaula dorada de 'Currito'. El canario tardó unos minutos en abandonar su encierro; pero una vez en el exterior, revoloteó por toda la habitación con un vuelo torpe que le hacía golpearse contra los muebles y cortinajes. Bernardo estaba aterrado y 'Currito' muy asustado porque después, mientras se hallaba sujeto a duras penas en un brazo de la lámpara del techo, defecó varias porciones de excremento blanquiverde que fueron a parar justamente sobre la pantalla del televisor, el objeto más preciado en la vida de Bernardo. “¡No, Currito, no te hagas caquita encima de la tele, por favor te lo pido, que es la otra cosa que me acompaña y alivia mi soledad!” Pero claro, el pajarito no atendía a razones, y continuó expulsando cagarrutas con una velocidad y volumen asombroso dado lo pequeño de su cuerpo hasta hacer que el televisor pareciera un blanco merengue paralelepípedo. 

Esto ya no gustó nada a Bernardo, que entendiendo inútiles sus recriminaciones, gritos y aspavientos, se vio obligado a tomar de la cocina un potente espray insecticida que roció sobre 'Currito' en tan exageradas dosis que lo dejó tieso. Cayó fulminado sobre el propio televisor, mientras Bernardo no se asfixió de milagro. La soledad no elegida es terrible, sí. 

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