lunes, julio 09, 2012

Damero Mardito, nº 39 (julio)

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De cuando (otra vez) fuimos los mejores.


José María Meléndez, conocido como “el Palmito” por razones que escapan a nuestras entendederas, jugaba al tenis. El asunto de la raqueta y la pelotita admiraba a los niños del bloque que dedicaban sus ocios deportivos a practicar un fútbol salvaje en el callejón con un balón de tómbola. Había que admitir que aquello del tenis era por así decirlo, una ocupación más fina, una actividad propia de espíritus elevados, incomparable con el plebeyo ejercicio de darle patadones a una pelota.

José María Meléndez “el Palmito”, tenía como rivales deportivos al Páez, a un tal Wenceslao y a otro tal Peribáñez, sujetos todos que estudiaban el bachillerato. Jugaban en el ‘campito amarillo’, aunque cuando éste se convertía en una polvareda de albero ocupada por las hordas futboleras, tenían a bien el trasladarse con sus bagajes al mentado callejón, socorrido recinto polivalente. Allí se comprobaba que el grupo de selectos tenistas era animoso. No les preocupaba en absoluto que no hubieran utilizado jamás una red, que desconocieran las reglas del tenis o que fueran incapaces de dar más de tres raquetazos seguidos porque esta clase de inconvenientes los suplían con las buenas ganas.

Al final, José María Meléndez “el Palmito”, adornó su antebrazo con una muñequera y más tarde apareció apretando una pelota de goma como gimnasia para fortalecer los músculos de la muñeca. Los niños, grandes amantes de los detalles efectistas, quedaron sorprendidos al darse cuenta que José María Meléndez “el Palmito”, se había transformado ante sus ojos en un tenista de verdad, como los que salían en la tele. Por eso en un rincón, asombrado, Enrique Peralta contemplaba el juego rascándose las verrugas de la mano sin importarle que de vez en cuando tuviera que ir en busca de la pelota blanca y peluda que saltaba tapias, se escondía bajo los coches y se perdía más allá de la carretera.


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miércoles, julio 04, 2012

Difícil identificación

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Difícil identificación
(chiste desenrrollado)


Se nos viene ahora a las mientes un hilarante sucedido protagonizado por un caballero al que, vayan a saber picado por qué mosca, se le metió en la mollera comprar una pareja de loros. No un sólo loro. No. Dos loros. Como decimos, la parejita. Así que siguiendo los dictados de su capricho, el buen hombre se acercó a una acreditada pajarería del centro de su ciudad y ni corto ni perezoso (aja, la encajamos) indicó su deseo al propietario del establecimiento. El diálogo que se produjo entre ambos se puede plasmar así más o menos:

—Por favor, ¿tiene Ud. loros?

—Claro que sí, caballero. ¿De qué especie y en cuánta cantidad los quiere?

—Pues con una pareja me conformo, ya que mi objetivo, aparte de perseguir el pasatiempo que entretenga mis días solitarios, es aparearlos y si es posible, hacer que tengan loritos. En cuanto a especie me inclinaría por alguna a la que el aprendizaje de la lengua humana les resultara fácil y deleitoso.

—Pues acompáñeme, caballero, que presto le muestro nuestras existencias en cuanto a aves prensoras... Pasemos a la galería... Mire, aquí tenemos periquitos, cotorras australianas, guacamayos, loros de Guinea, una cacatúa de Alemania de enorme pico... y creo que lo que Ud. necesita: esta pareja de loros verdes de los de toda la vida del Señor, a los que se le añade la ventaja de venir ya enseñados. A ver, "Currito", cántale algo a este caballero...

De pronto, el loro la emprende con una versión horrísona de "Juanita Banana", antiguo hit del apreciado cantante de antaño Luis Aguilé; tras de la cual, su compañera emite un griterío que viene a ser el comienzo de la copla "Callejuela sin salida", número del célebre trío compositor Quintero, León y Quiroga. Admirado por las habilidades de las aves, conforme con lo que ve e intuyendo muchos días de solaz y contento en la compañía (¡ay, hasta entonces se había sentido tan solo en el mundo!) de tan enjundiosos loros, efectúa la compra sin apenas dolerle el alto precio que el dueño de la tienda exige por sus criaturas y por un soberbio jaulón dorado equipado con todos los accesorios imaginables.

Y dígame, ¿cuál es el macho y cuál la hembra? Es que viéndolos tan iguales se me antojan loros gemelos — pregunta nuestro hombre con cierta alarma, pues a punto ha estado de abandonar la tienda sin plantear una cuestión de tan capital importancia.

Pues muy fácil, señor mío; éste de la pluma roja en la colita es "Currito", el macho. Por consiguiente el otro es la hembra, o sea, "Currita".

¡¡¡Currrrrito... Currrrito... Currrrrrrito!!! —graznó el loro.

¡¡¡Currrrrita... Currrrita... Currrrrrrrita!!! —le siguió la lora.

Ah, pues no hay duda entonces.

—Venga, le cubro la jaula con este trapo para que el ruido del tráfico y el gentío no los asuste. La oscuridad los tranquiliza... Ea, todo listo; vaya con Dios y ya sabe Ud. que aquí me tiene para cuanto necesite.

¡Oh! Y qué feliz salió aquel hombre de la pajarería, con la jaula entre las manos y deseoso de llegar cuanto antes a su hogar para disfrutar de todas las prestaciones que podían ofrecerle sus nuevos amiguitos. Pero hete aquí que ya metido en el tráfago de la ciudad, el compresor de un martillo neumático con el que un operario abría una zanja en el asfalto debió aterrorizar a las aves ya que sintió que se producía un gran revuelo bajo el trapo. Así fue de hecho, aunque con tan mala fortuna que cuando levantó un pico de la tela comprobó con horror ¡qué el loro había perdido su pluma roja! ¿Cómo saber ahora cuál de ambos era el macho y cuál la hembra?

Al principio con paciencia pero poco después con desesperación, intentó arreglar el desaguisado en plena calle y por la vía del diálogo (el caballero era uno de esos ingenuos que creen que el diálogo todo lo arregla):

¡"Currito", "Currito"!, dime algo, por favor. ¿Y tú, "Currita", no me dices nada tampoco?

Pero por mucho que su nuevo amo les rogaba, los loros callaban como prostitutas. Finalmente, el buen hombre decidió regresar a la pajarería para recibir nuevas indicaciones por quien lo había atendido. Una vez allí contó lo sucedido y el pajarero, conminándolo al sosiego, desapareció con los loros en la trastienda. Al cabo de unos minutos regresó ufano:

—Solucionado, caballero. Fíjese bien: el loro de aquí, el de la derecha es "Currito", el macho. ¿Estamos?

—Bien, bien; entendido. El de la derecha es el macho, el de la izquierda la hembra... Pues muy agradecido.

—Bueno, agradecido y algo más, ¿sabe? Es que este servicio de identificación le cuesta diez euros, caballero.

Un poco amoscado, nuestro amigo abonó lo que se le solicitaba y salió de nuevo a la calle murmurando como en letanía:

—El de la derecha el macho... El de la derecha el macho... El de la derecha el macho...

Mas como las desgracias nunca vienen solas, un nuevo y fatal episodio vino a enturbiar su felicidad pues no fue sino el vozarrón de un vendedor de la ONCE quien produjo otro revoloteo en el interior de la jaula trastocando la posición de los loros de forma caprichosa y otra vez se vio en la tesitura de regresar a la tienda para que el pajarero adjudicase el sexo correspondiente a cada loro.
Así fue. Con toda amabilidad fue atendido por el que repitió el anterior y misterioso proceso dada la repentina mudez de las aves achacada al estrés producido por la hostil inmersión en el medio urbano. El caso es que al regresar de la trastienda tras los minutos correspondientes, el pajarero indicó:

—Atento, caballero, que ahora es al revés; el macho es el de la izquierda. ¿Conforme?

—Conforme, conforme, sí... El macho es el de la izquierda... El macho es el de la izquierda... El macho es el de la izquierda... Aquí tiene Ud. sus diez euros... El macho es el de la izquierda...

—Servido, caballero. Tenga Ud. un buen día.

Por segunda vez salió nuestro hombre a la calle protegiendo cuanto podía de los agentes externos aquel jaulón inabarcable. Pero si antes fue un martillo neumático y luego el pregón de un invidente, fue ahora la sirena de una UVI móvil la que de nuevo trajo el caos bajo la tela cobertora por lo que consecuentemente fue imposible discernir el quién es quién de sus loros. Desesperado, dándose a todos los diablos y mordiéndose un puño lleno de rabia, tomó el camino de la pajarería una vez más.
En esta ocasión el pajarero digamos que lo miró con cierta ironía y no ahorró impostar un tono socarrón en la voz:

—¡¿Pero otra vez aquí, caballero?! Ande, ande, traiga la jaula que en un pispás le digo quién es el macho.

Desapareció en la trastienda mientras que nuestro amigo sacaba de la cartera un nuevo billete de diez euros con mucha pesadumbre. Al regreso, pasados los dos o tres minutos que ya parecían haberse hecho reglamentarios, el pajarero señalo de nuevo:

—A ver ahora y ponga atención: el macho vuelve a estar en...

Pero su indicación fue interrumpida por la voz suplicante de nuestro protagonista.

—Por favor, por favor, por favor. Apiádese de mí. Me he gastado mil euros por cada loro, quinientos más por la jaula, veinte más en identificaciones... ya sé que este es su negocio, pero por favor, ¿podría enseñarme su método? Se lo pido por lo que más quiera porque esto va a ser interminable y supondrá mi ruina económica...

Al pajarero, viendo que su cliente se encontraba al borde del llanto, se le ablandó el corazón y pasándole una mano por el hombro para consolarlo le dijo:

—De acuerdo, acompáñeme a la trastienda.

Allí, aparte de multitud de cacharros en caótica disposición, había un par de cubos llenos de agua. Ante ellos el pajarero comenzó con sus explicaciones:

—¿Ve estos cubos, caballero? Pues lo mismo debe tenerlos Ud. en su casa. Ahora verá... Abrimos la jaula... Agarramos por el pescuezo con cada mano a cada loro y ¡hala!, al agua con ellos...

En efecto. El pajarero sumergió en el agua las cabezas de los loros por espacio de unos segundos, seguido lo cual volvió a sacarlos.

—¿Qué? ¿Qué no habláis? Pues más agua, ea. —exclamó con enfado dirigiéndose a los loros.
Y volvió a sumergirlos, alternando el metisaca hasta media docena de veces al cabo de las cuales uno de los loros, abriendo el pico de manera desaforada y haciendo vibrar su negra lengua, gritó con potencia inaudita:

—¡¡Pedazo de cabrrrrón!! ¡¡Ya me tienes hasta los cojones de meterrrrme la cabeza en agua, que me ahogooo hijoputaaaaa!!

—¡¡¿Qué?!! —preguntó el pajarero a nuestro hombre— ¿Ha escuchado lo que ha dicho el loro?

—Sí; me ha parecido oír algo de "cojones", ¿no? —respondió asombrado.

—¡Claro, alma de cántaro! ¡¡Pues ése es el macho!!
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