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A continuación, pasamos a desvelar la solución al último Damero Mardito (nº 34, febrero), aprovechando como siempre el momento para enviar un afectuoso saludo a nuestros distinguidos seguidores. Muchas gracias.
"De este modo, el mundo se ha visto transformado paulatinamente en un conglomerado de piedras, pájaros, árboles, sonetos de Petrarca, cacerías de zorros y luchas electorales."
A. Estontería
B. Sesudos
C. Ahondad
D. Bruja
E. Amorfos
F. Tramperos
G. Octano
H. Ultramal
I. Necesidad
J. Omelette
K. Yecla
L. Edenes
M. Lechad
N. Urdías
Ñ. Nopal
O. Íleon
P. Vómer
Q. Espetecs
R. Rezongó
S. Sordar
T. Oscapar
Acróstico: E. Sábato "Uno y el Universo"
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miércoles, febrero 15, 2012
miércoles, febrero 08, 2012
"Madame Bovary" Gustave Flaubert
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Emprendí
una nueva lectura de ‘Madame Bovary’ veintidós años después de que lo hiciera
por vez primera. Me movió a ello el esclarecedor artículo que Antonio Muñoz
Molina había publicado poco antes (‘El porvenir de Emma Rouault’) donde
hablaba de cómo el recuerdo desvirtuado nos hace aceptar en una novela
episodios, diálogos y actitudes de personajes que en realidad, no existen o se
confunden con otros hasta formar un lugar común que poco o nada tienen que ver
con el original. Es un efecto fácilmente observable en los clásicos y ‘Madame
Bovary’ es claro ejemplo de ello. (Sugiero por lo tanto, que tras leer el
artículo, se hagan con un ejemplar del libro si es que no lo tienen ya en sus baldas y prescindan de todo lo que viene a continuación).
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Ah, ¿que siguen emperrados en continuar? Bueno, pues
entonces diré que volviendo los ojos a la Madame y despojado de los miedos —y
la pereza— que me hacía cuesta arriba la relectura, entre otros, que la edición
que tengo con traducción a cargo de Carme Martín Gaite tiene la letra muy
chica, le eché valor y le eché las gafas encima con unos resultados finales
satisfactorios del todo. Ahora sí que puedo decir sin temor a equivocarme que ‘Madame
Bovary’ es un novelón. Un novelón que se me hizo sorprendentemente ligero y
claro a las entendederas, a lo que ayudó su organización en párrafos cortos que
alternaban a la manera decimonónica del realismo la descripción, la acción y la
conversación de manera casi inalterable, aparte del siempre enojoso punto de
vista del narrador omniscente que hoy resultaría inadmisible; el narrador que
incluso sabe lo que piensan sus personajes. Menos mal que el cine barrió a
estos metomentodos que nunca aplicaron a sus criaturas el evangélico “Por sus
actos los conoceréis”.
Lo más sorprendente de esta relectura no fue encontrarme con
la Sra. Bovary (de soltera, Emma Rouault) y su historia desgraciada sino con su
marido, el adocenado médico Charles Bovary, tan olvidado de los lectores,
siendo como es quien abre y concluye la novela de una manera tan meritoria que
su propio autor, Gustave Flaubert , de haber tenido un poco de misericordia
debería haberla titulado ‘Monsieur Bovary’ y no haber dicho aquella tontería de
“Madame Bovary soy yo”, que para lo único que ha servido es para imaginarnos a
la señora como un travesti gordo, con cara de foca y bigotazos como el manillar
de una bicicleta.
En efecto, si hay alguna víctima en esta tragedia no es Emma la principal —que al menos la tipa marcha a la tumba con mucha juerga corrida—, sino su
pobre marido, el juancojones, cojonato, huevón y boludo Charles, tan devoto de
ella y tan ajeno en su nobleza y grisura a sus manejos. En el espejo de su esposo y de su desatendida hija, Emma se me presentó despreciable por muy
justificadas que estuvieran sus aventuras por la ensoñación folletinesca (que
al final no es tan determinante); una persona mudable y caprichosa hasta el
grado de culo-veo-culo-quiero que presentimos insatisfecha en todo momento y a
perpetuidad por mucho que hubieran cuajado sus amoríos con Rodolphe y León.
Vamos, que estaba en la cama sufriendo los retortijones estomacales producidos
por el arsénico y me decía para mis adentros “Pues ahora te jodes, por zorra”.
Sí, da pena, mucha pena el sencillo Charles, tan contrario a
su esposa en su falta de ambición, en su aceptación del fracaso en ese
pueblo/agujero de Yonville que nos pinta don Gustavo. Mientras, la doña,
convencida de sus altos designios y sus exigencias por una vida mejor, más novelesca,
y fascinada a la vez por el mundo sofisticado de la aristocracia, se enreda en la trapisonda
continua de las deudas y sin remordimiento (“Pero si lleva una navaja en el
bolsillo, como un aldeano…” piensa con desprecio de su marido) se entrega a una
existencia de francachela continua que incluso lleva a encanallarla.
El final, una apoteosis de la desgracia, barridos todos los
personajes por la desdicha —salvo la mezquina población de Yonville— es mejor
que se lo lean Uds. Porque yo dejo aquí la reseña, que esto cansa.
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Ilustración:
“Mujer con sombrero de capota”, Sap, 1971.
Óleo sobre madera (tapa de caja de puros en concreto) 15 x
20 cm
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viernes, febrero 03, 2012
Damero Mardito, nº 34 (febrero)
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¿Dónde conseguir el Damero de este mes? Pues como siempre, gratis total en su kiosco habitual. Aquí:
Escenas íntimas de Lev Tolstói
En el
cuarto de baño el hombre se afeita frente al espejo. La navaja produce un
leve sonido de lijado al rasurar la barba de tres días que le oscurece el
rostro. Las partículas de pelo se mezclan con la espuma de jabón, forman copos
y caen al agua blandamente. Allí flotan como islas grisáceas que van a la
deriva. El niño se asoma agarrado al quicio de la puerta. Está asombrado. El
hombre de vez en cuando detiene su labor y lo mira de reojo. Se sonríe y vuelve
a la tarea. Se afeita el cuello a contrapelo. ¿Qué hace papá, eh?, le pregunta
al niño. El niño permanece callado, con la boca abierta. ¿Qué hace papá, eh?,
pregunta el hombre por segunda vez. El niño se pone el chupete y un segundo
después se lo quita. Traga saliva y también sonríe. ¡Atá!, contesta al fin. Sí,
afeitar. Papá se está afeitando. El niño vuelve a ponerse el chupete y sale
corriendo por el pasillo. ¡Atá, atá!, grita con júbilo. El hombre,
repentinamente furioso, se arranca de un manotazo la toalla que lleva alrededor
del cuello y lo persigue soltando insultos y maldiciones que hielan la sangre.
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