viernes, julio 29, 2011

Tortilla a toda pastilla

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Más allá del micoondas como calentador del Colacao.

En estos días caniculares donde las altas temperaturas no invitan precisamente a frecuentar la cocina y donde para concluir el mes la pertinaz crisis económica nos impulsa a celebrar una baratita “Semana Cultural de la Patata”, juzgo conveniente el que practiquen esta sencilla receta que hace de la cañí tortilla de patatas un elemento célere en su consecución, prestigiando a la vez el denostado microondas.



A juego con la receta, sugiero que no perdamos tiempo y zoooooooommmmmm comencemos a toda velocidad indicando que antes que nada se deben pelar un par de papas, lavarlas y trocearlas en daditos por la sencilla razón de que es un corte más veloz que el de láminas y aquí, repito, nos debemos a la velocidad (fig. 1). Las pondremos en un plato con agua para que suelten su almidón y seguidamente, troceamos una cebolla mediana (opcional) (fig. 2). Escurrimos las patatas, añadimos la cebolla, un chorrito de agua, otro de aceite, sal y una pulgarada de pimentón (opcional) (fig. 3). Mezclamos todo y al microondas con ello… (fig. 4).

Establecemos 4 turnos de 3 minutos cada uno a la máxima potencia microondiana. Al término de cada uno de ellos, sacamos el plato y removemos su contenido. En totá, con unas cosas y otras, la operación nos lleva nada más que 12 minutillos largos. Mientras tanto aprovechamos para batir un par de huevos, a los que añadiremos un pellizquín de sal y perejil picado (opcional también; y es que aquí, menos los huevos, las patatas, el aceite y la sal, todo es opcional, como el celibato en algunas confesiones religiosas o, entre hetairas, el poner o no poner la cama) (fig. 5).



Acto seguido, vertemos el contenido del plato en el ovobatimiento (fig. 6) y cuajamos la mezcolanza en una sartén con el culo engrasado de buen aceite de oliva virgen extra (fig. 7). Damos la vuelta al tortillo, emplatamos y acompañamos con una fresca ensaladita y una lata de cerveza de la grandes, que es tiempo de ello. El resultado, tan rapidísimo como poco oneroso, es el que muestra la imagen (fig. 8). Al término de la deglución, ya podemos efectuar lo que realmente deseamos y necesitamos: Abandonar la cocina y salir pitando a la calle a tomar el fresco, hombre ya.
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lunes, julio 25, 2011

Crónicas Porcinas, 5

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Se arregla el desencuentro


Hoy me ha sucedido algo curioso en el bar, y es que la Gorda de los Periódicos, se ha dirigido a mí por mi nombre. ¡Por mi nombre! Fue que sobre el fragor de aeropuerto de la máquina de café como de aviones que despegan y aviones que aterrizan, me preguntó sosteniendo su taza a medio camino entre el plato y la boca: “Perdona XXX (y aquí pronunció mi nombre), ¿cómo sigue XXX? (y aquí pronunció el nombre de mi compañera de trabajo, que en la actualidad se encuentra de baja). Por supuesto, es la primera vez que lo hace y con ello, definitivamente, parece cerrado nuestro desencuentro, que ya comenzó a suavizarse tiempo atrás, cuando volvimos a intercambiar los buenos días.

(La Gorda de los Periódicos, es, en efecto, la persona que provee al bar de periódicos, lo que la hace ejercer en nuestra particular, sorda y despiadada guerra, el papel de traficante de armas. Tiene, al extremo de la calle, un establecimiento que vende prensa, chucherías y material inclasificable. Se parece a aquella cantante y artista de cine rancio que se llamó Imperio Argentina.  Pero ahora me interesa contar el cómo y el porqué de nuestro desencuentro. Otro día volveré a ella con detalle.)

Lo apunté así en su momento:

“Cerca del lugar donde trabajo hay un local donde venden periódicos y revistas. Es un sitio que me coge de camino; de hecho, paso varias veces al día frente a su puerta. El negocio lo lleva un matrimonio, aunque casi siempre la que se encuentra tras el mostrador es la mujer, pues el marido, o está repartiendo los periódicos a los que están suscritos los bares y oficinas de alrededor o está paseando un perrazo de muy mala catadura.

No creo que haya entrado en el local más allá de seis o siete veces desde que se inauguró hará unos pocos años. Cuando lo he hecho ha sido para comprar algún lanzamiento de coleccionables de los que se anuncian por la tele y que ellos colocan fuera del establecimiento de manera llamativa. En tales ocasiones siempre fui atendido por la propietaria, a la que llamaré La Gorda de los Periódicos porque no conozco su nombre.

La Gorda de los Periódicos es una mujer muy amable, de las que no dejan de sonreír durante el breve diálogo de la transacción, ofreciéndose para quitar con unas enormes tijeras los también enormes cartonajes con que se presentan las promociones, señalando fechas de futuras entregas e informando de otras ofertas. Al final se despide con cortesía y con una nueva sonrisa. Es por otra parte, una mujer que aún conserva mucha de la belleza que debió poseer cuando joven y cuando sonríe se le marcan dos mofletitos así como infantiles y comestibles.

A partir de las últimas veces que entré en su local, La Gorda de los Periódicos me ha venido reconociendo al cruzarme con ella en la calle y me ha dedicado un chispeante buenos días. Esto se produce casi siempre a la misma hora, cuando La Gorda de los Periódicos vuelve de desayunar del bar al que, a la vez, yo me dirijo mientras voy escuchando el espacio "Versiones" de Ana Sterling en Radio 5. Distingo a lo lejos a La Gorda de los Periódicos y conforme la distancia que nos separa se acorta compruebo que la sonrisa se le va formando en la boca hasta que a la altura del cruce resplandece del todo. Buenos días, me dice; y buenos días, contesto.

Esto ha venido sucediendo durante semanas, hasta que he decidido que el saludo diario no se corresponde con las pocas veces que entro en su negocio. Que ya vale, que ya está bien de tanto buenos días. Que en cierta forma, la simpatía de La Gorda de los Periódicos hacia mí podría ser también una cordial manera de invitarme a su local, de quererme subir en el escalafón, de pasar de ser un cliente esporádico a alcanzar la categoría de fijo. Para solucionarlo, pensé en entrar de vez en cuando a comprar algo innecesario, un periódico, unos chicles, y reforzar así el delgado vínculo que nos lleva a saludarnos. El caso es que no lo he hecho. Por el contrario, lo que he decidido es ignorar a La Gorda de los Periódicos, hacerme el sueco, mirar al suelo cuando nos cruzamos.

Al día siguiente de tomar esta decisión no fui capaz de desentenderme. Fue algo peor. Mirándola de lado no respondí a su saludo ni a su sonrisa, queriéndole hacer comprender con mi actitud mi retomado estado de persona desconocida que deseaba romper con el recuerdo de unas pocas compras y la cortesía debida. Se quedó desconcertada, con la sonrisa puesta pero helada y con la palabra en la boca. Claro que a medida que fueron transcurriendo los días, el momento del cruce con ella se endureció. No es que ya no me saludara, es que me miraba con hostilidad, y lo que antes era agradable se transformó en un diario mal trago (cambiar la trayectoria para no encontrarme con ella es una ridiculez que no estoy dispuesto a asumir).

Lo cierto es que tras varias semanas en esta situación pensé en modificarla. Podríamos volver a ser viejos conocidos, no como quiosquera/cliente, sino como dos simples personajes que se cruzan día a día en el mismo sitio. Por eso, en los últimos encuentros he comenzado a sonreírle débilmente, solicitándole con ello el retomar la anterior relación. Pero ha sido un fracaso. La Gorda de los Periódicos no me mira, y si lo hace leo en sus ojos el seguro desprecio que siente por mí.

Ante esta situación no encuentro remedio. No sólo eso. Es que en nuestro estado, volver por mi parte a entrar en su local es imposible. Ya digo que paso por su puerta al menos dos veces diarias, pero sé que nunca más compraré libros en campañas de lanzamiento por mucho que me llamen la atención. Ni La Gorda de los Periódicos volverá a saludarme porque he renunciado a su amabilidad voluntariamente, con el desparpajo con que asumimos y justificamos nuestras bajezas haciendo con ellas y por cada día, un mundo peor. Y qué quieren, yo voy al bar a desayunar y a pelearme por uno de los periódicos que lleva. No tengo más tiempo ni ganas para rollos de esta clase.”
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viernes, julio 22, 2011

Flap-flap-flap

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Verás, Sebastián... Puede hacer de esto casi veinte años. Era verano y me encontraba solo en casa; mi mujer había decidido escapar de la canícula alojándose en casa de su madre, en un paralelo geográfico más al norte. Llevaba yo un estricto régimen de ir al trabajo, quedarme por allí todo el día, volver del trabajo e intentar dormir. Quiero decir que sólo paraba en la vivienda un rato, por la noche.

Vivía en una quinta planta, en un piso interior —el calor era feroz allí— donde era muy complicado conciliar el sueño. Una de aquellas solitarias noches escuché desde la cama un extraño ruido que venía del patio de luces. Desde la ventana pude divisar, allá al fondo, un vencejo que caído en el suelo y dada su propia limitación, era incapaz de levantar el vuelo. El aleteo de sus alas larguísimas lo hacía entrechocar con las paredes, con unos escombros acumulados en un rincón y con una especie de pileta (supongo que la poca agua que contenía fue el cebo que atrajo al ave). El flap-flap-flap continuo de sus alas impotentes llegaba desde abajo con nitidez. Aparte de ello, la soledad y el silencio eran completos. Tal vez fuera yo el único habitante de aquel edificio del que todo el mundo parecía haber huido en busca de territorios más frescos. Quiero decir, por tanto, que al no haber vecinos de los que vivían en la planta baja (había una familia y una oficina que comercializaba extraños artefactos industriales), me resultaba imposible acceder a ese pequeño patio donde había caído el pájaro... además... aunque hubiese podido llegar hasta él, ¿cómo tomarlo entre las manos, qué hacer para mitigar mi horror a las aves? Durante toda la noche no paró el enloquecido flap-flap-flap y no dejé de oírlo cuando desvelado por mi propio sudor, me despertaba cada poco tiempo. Ninguna de mis actividades nocturnas, como era el empapar de agua una toalla de baño, extenderla en el suelo y echarme sobre ella, dejó de tener como fondo aquella incesante banda sonora. Confié que tras el sueño inquieto el pájaro hubiera encontrado por sí solo el modo de escapar de su encierro; pero no. Cuando al día siguiente volví del trabajo aún seguía allí y seguía allí su continuo flap-flap-flap, aunque ya más pausado. Retomé mi lucha contra el insomnio a la que, desde luego, no ayudaba nada la larga agonía del vencejo. Dormía y despertaba, dormía y despertaba sin poder deshacerme del angustioso ruido, sin poder tampoco cerrar la ventana y no aprovechar el mínimo soplo de brisa ardiente. El pájaro se convirtió en el dinosaurio aquél del microcuento de Monterroso; cada vez que despertaba, seguía allí. Como el calor invencible (en aquel piso llegué a llorar de calor en una ocasión).

El pobre animal tardó en morir de agotamiento cuatro o cinco días. Nunca sabría, claro, por su naturaleza de simple vencejo, que durante aquellas noches de fuego hubo un tipo que convirtió su agonía en pesadilla, y su propia cobardía de no haber echado una puerta abajo o de haber intentado descerrajar la cerradura, en el recuerdo permanente de un flap-flap-flap y sábanas empapadas de sudor. A pesar de todo todavía me excuso, ¿qué podría haber hecho caso de haber accedido a él, cómo haber soportado el tacto de sus plumas o el movimiento entre las manos de sus pequeñas garras inquietas? No.

No pudo caber otro final. Para no faltar a su carácter, la Naturaleza fue, como siempre, despiadada. Con los dos.
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lunes, julio 18, 2011

Solución al Damero Mardito nº 27, julio

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A continuación, pasamos a desvelar la solución al último Damero Mardito (nº 27, julio), aprovechando como siempre el momento para enviar un afectuoso saludo a nuestros distinguidos seguidores. Muchas gracias.

"Un hombrecito moreno, con ojos de pájaro, me sirvió en silencio bostezándome a la cara, por lo que me vi obligado a bostezar en simpatía. A él le entregué mis últimas liras."

A. Labor
B. Dureza
C. Usted
D. Remite
E. Ropaje
F. Ebonita
G. Lancaster
H. Locatis
I. Limo
J. Insomnio
K. Mágico
L. Oliva
M. Nabo
N. Esquirla
Ñ. Sevilleno
O. Ajetreo
P. Mozo
Q. Animes
R. Rumbo
S. Gaspacho
T. Ondee
U. Siempre

Acróstico: L. Durrell "Limones amargos".
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viernes, julio 15, 2011

"Silver Ribbon", y 3 (Relatito algo así como de pulp americano del barato)

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Cap. 3

El gordo acompañaba con un silbidito la canción de la radio. El policía se inclinó un poco hacia Artie. El casco reflejaba el sol como un espejo.

Tiene calor, ¿verdad, amigo?

Seguro, agente. ¿Le apetece una? Nadie le va a ver.

Y su amiguito parece que también tiene calor —. Moví los pies como un estúpido tratando de ocultar la botella. El policía daba vueltas al mondadientes que llevaba en la boca. Miraba al gordo y luego miraba a lo lejos o a mí o a la moto.

¿Adónde van?

 No lo sabemos aún, agente. Me limito a darle gas a este cacharro —, dijo el gordo aguantando la risa y dándome con el codo. Bebió un largo trago.

Ya. Si le pido el permiso no se va a enfadar, ¿verdad?

Claro que no. Sólo me enfado cuando la cerveza no está fría —. El gordo abrió la portezuela de la guantera y metió la mano entre un montón de papeles. Sacó un revólver con silenciador y apuntó al policía. El policía se irguió y dio un paso hacia atrás.

Tranquilodijo Artie y disparó dos veces. La primera bala le alcanzó el pecho haciendo aparecer en la camisa un círculo rojo. Una flor inesperada. El policía intentó alcanzar su arma pero el segundo disparo entró por un ojo rompiendo el cristal de las gafas. El policía se desplomó de espaldas, recto. El casco rebotó en el asfalto como una pelota y las gafas saltaron haciéndose pedazos contra el suelo. Los disparos apenas sonaron. Hicieron tug-tug. Me sorprendió mi tranquilidad. Los campos verdes, el cielo azul, los pajaritos cantando, un gordinflas vestido de malva y un poli muerto.

Artie salió del coche. "¿A qué está esperando? Hay que encontrar los casquillos. Mi herramienta es legal", dijo dándome prisa con la mano. Bajé del coche a cámara lenta. Vivía dentro de una película ajena. Cuando llegué al lado del policía, el gordo estaba agachado. "Aquí hay uno", dijo, y me mostró en la palma de la mano el pequeño cilindro metálico que brillaba como el oro. "El otro ha debido caer dentro". Se inclinó al interior del coche y al poco tiempo encontró el segundo. Así como estaba, de espaldas a mí, me hubiera resultado fácil quitarle el revólver. No lo hice.

Vamos. Ayúdeme a esconder al fiambredijo Artie a la vez que tomaba al policía por las muñecas empezando a arrastrarlo por la carretera hacia la cuneta. La grasa de la carretera había manchado en las rodillas el pantalón malva de su traje. Agarré las botas por los talones pero no tenía fuerzas suficientes. Una pierna caía, la levantaba y luego caía la otra. El gordo sudaba y resoplaba por el esfuerzo. Antes de comenzar a moverlo se había guardado el revólver en el cinturón.

La bala del pecho se ha perdido. Lo ha atravesado. La otra está metida en el cerebro. El casco no la dejó salir. Es más duro que su cabezadijo Artie cuando estuvimos en la cuneta. Allí lo dejamos y Artie empujó el cuerpo con un pie. El policía rodó dislocado por las piedras, aplastando las cañas del maizal en la caída. Quedó de espaldas. Luego Artie fue al coche, abrió el capó y volvió con una lata de gasolina. Arrojó todo el líquido sobre el policía. "Déme sus cerillas", me dijo. Encendió varias. Las llamas subieron a gran altura unos segundos. Después bajó la intensidad. Artie se puso a orinar. El chorro de líquido contra la grava tenía la misma cadencia que el crepitar del fuego.

El maíz está verde. Vamos, Harry. Ahora la moto.

En el trayecto el gordo sacó de nuevo su pañuelo y se secó el sudor. Cuando llegamos a la moto se lo pasó por la calva levantando un poco el sombrero. Arrancó la radio y la hizo volar muy lejos. Un pájaro rectangular lleno de cables. Luego tomó el manillar y quitó el soporte. Cerca del declive abrió el tapón de la gasolina. La moto rodó hasta el maíz y se desplomó de lado. Escuchamos el borbotear del combustible al salir. Artie encendió nuevas cerillas, pero la moto había llegado demasiado lejos. Se apagaban.

Da igual. Si nadie viene por aquí, en tres días el maíz lo habrá cubierto todo. ¿Le comió la lengua el gato, Harry?

Luego Artie recogió la lata vacía de gasolina, le colocó el tapón y volvió a guardarla. Cerró el capó y se limpió las manos con el pañuelo. Después abrió la nevera portátil y me lanzó la botella de cerveza. “¡Atrápela! Es la única que queda”. Ya no sentía calor ni sentía nada. Había un olor a barbacoa. Me quedé al lado del coche con la botella en la mano. Artie vació el agua y el hielo de la nevera sobre los rastros de sangre que habían quedado en el asfalto. Desde la radio llegaba la voz de Sinatra. The lady is a tramp.

Creo que hemos terminado, amigo. Podemos seguir nuestro viaje dijo Artie volviendo a colocar la nevera en el asiento de atrás.

Aproveché el momento en que se inclinó para darle un golpe en la nuca. No puse demasiada convicción. El gordo quedó aturdido y volví a golpearlo. No perdió el sentido pero cayó de rodillas. Fue como cazar una morsa. Finalmente le golpeé en la cara. La botella se rompió regurgitando espuma. El suelo se llenó de cristales y el sombrero rodó hasta la cuneta. Artie quedó gimiendo sobre el asfalto con una pierna bajo el coche y la cara ensangrentada. Salté al interior y arranqué el motor. El coche dio un pequeño bote cuando la rueda pasó por encima de la pierna. Pisé a fondo. Por el retrovisor vi a Artie tratando de incorporarse. Sus gritos los anularon la distancia y el volumen de la radio. Hice caso a Sinatra. Come fly with me.

Tal vez recorrí diez millas o tal vez recorrí cuarenta. Nunca lo sabré. A la derecha un camino de tierra se internaba en el maizal. Abandoné allí el coche. Cogí la bolsa y volví a la carretera. Aquella película ajena parecía haber terminado para mí.

Me senté en una piedra al borde de la carretera. Saqué de la bolsa la pluma y el cuaderno amarillo que siempre llevo conmigo. Entre las hojas encontré la última carta de Ángela. Pensé que cuánto me hubiera gustado alcanzar ese Harvestville imposible y poder olvidarla. Rompí la carta y arrojé los trozos. El motor de un coche sonó a lo lejos. Venía en sentido contrario a mi camino. Un Seat Panda conducido por una mujer. Volví al cuaderno y repasé lo escrito. Me sentía cansado. Debía tener cuidado con las contradicciones. ¿Era descapotable el Cadillac Seville del 59? ¿Cantaban ya Las Ronettes en el 63? Tendría que buscar los datos. Me hizo gracia lo de Jerry y que el gordo Artie me llamase siempre Harry. Jerry Stapleton.

Es cierto, siempre deseé haberme llamado así. Y haber llegado a Harvestville y dejar aquella carretera interminable como una cinta de plata entre Valladolid y Zamora y cambiar el trigo de la estepa por las altas cañas del maíz. Pero sobre todo llamarme Stapleton. Jerry Stapleton y no Joaquín Moreno García.

THE END

Sap. es.humanidades.literatura, 2004
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lunes, julio 11, 2011

"Silver Ribbon", 2 (Relatito algo así como de pulp americano del barato)

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Cap. 2

Cuando el gordo terminó su botella la arrojó hacia atrás. Escuché el estallar del vidrio.

—¿Conoce a alguien en Harvestville?

—No. A nadie —dije, y tiré mi botella en la cuneta. Un insecto se reventó contra el parabrisas. —¿A qué se dedica, Artie?

—Bueno, digamos que soy un hombre de negocios —, el gordo me regaló una sonrisa llena de ironía. —-Maquinaria agrícola sobre todo. Páseme otra cerveza, quiere.

Me volví otra vez hacia la nevera y cogí una sola botella. El gordo la abrió y tras un largo trago eructó. Conectó de nuevo la radio. Habían terminado las noticias y ahora cantaba uno de esos grupos de negras. Las Ronettes o alguno parecido. El Cadillac parecía deslizarse sobre el asfalto. El sonido del motor apenas era un ronroneo. Sí, era un buen coche. El gordo tarareaba y silbaba y de vez en cuando se pasaba el pañuelo por la cara.

—¿Va a quedarse mucho tiempo allí?

—No lo sé aún. Depende si cambia el tiempo o no.

—En el motel que hay junto a la gasolinera puede preguntar por Jim. Dígale que va de parte de Artie el Malva. Le hará un buen precio. Jim siempre me llama el Malva. Apuesto a que sabe el motivo.

—Es su color favorito. No hay más que ver el coche y su traje.

—Bingo. El malva es mi color de suerte. Todos mis trajes son malvas. En una ocasión gané un montón de pasta con un caballo de ese nombre. Cien mil pavos. Desde entonces siempre me he dicho: "Artie, apuesta sobre seguro. El malva es tu color".

—Es un bonito color, sí. Me gusta también.

—Vamos a celebrarlo. Acerque más cerveza, amigo —, de nuevo arrojó la botella vacía hacia atrás.

Esta vez cogí dos botellas. Sólo quedó una y la enterré bien en el hielo. El gordo las abrió y comenzamos a beber. El paisaje era siempre idéntico. Alguna bandada de cuervos manchaba de vez en cuando el cielo sin nubes, de un azul profundo. El gordo soltaba el volante con la seguridad de que la dirección no variaría en absoluto. En la carretera no había la más mínima inflexión. Se limpió otra vez la calva y se puso el sombrero. El viento agitaba el ala con un ritmo constante. Los maizales eran aún de un verde tierno. En un par de meses las cosechadoras habrían dejado el terreno cortado al cepillo. En la radio se sucedían los anuncios de refrescos y copos de avena.

—Sin bromas. Aún no me ha dicho qué es lo que le trae por aquí, Harry. ¿Era Harry o Barry?

—Jerry.

—¿Y bien?

—Se podría decir que me he escapado —, el gordo se rió al escuchar mi respuesta.

—No me dirá que se ha fugado de la cárcel, ¿verdad?

—No. Algo peor. Me he escapado de una mujer.

—Bah —dijo agitando una mano y dejando las risas—.-Le será duro si es la primera. Yo ya he mandado al infierno a unas cuantas. Sí, de ésas acaparadoras. ¿Sabe?, dejaron de interesarme en cuanto comprendí que me resultaba más barato pagar a fulanas.

—Me escapo de una fulana, Artie.

Fue entonces cuando sobre un repecho se destacó un brillo que se acercaba. "Polizonte", dijo el gordo. En efecto, era una moto de policía. De manera automática guardé mi cerveza entre los pies. El gordo, en cambio, siguió bebiendo.

—Es la policía, Artie.

—Pierda cuidado, amigo —dijo empinando la botella.

El policía nos pasó a media velocidad dirigiendo su mirada al coche. A poca distancia dio la vuelta y conectó la sirena. Fue como el aullido de un perro en medio del silencio de los campos. De todas formas el estrépito duró poco porque Artie detuvo el coche. Seguía chupando el gollete con total tranquilidad, desafiante. El policía había parado su Harley delante de nosotros. Se bajó con lentitud de jinete y se sacudió los pantalones. Al igual que el gordo Artie, llevaba unas gafas de sol. Sobre el uniforme color arena relucían las insignias. Puso las manos en la cintura y luego sin disimulo, se ajustó la entrepierna. Después caminó haciendo sonar la grava bajo sus botas engrasadas. Cuando llegó al coche puso una mano en la esquina del parabrisas. El gordo acompañaba con un silbidito la canción de la radio. El policía se inclinó un poco hacia Artie. El casco reflejaba el sol como un espejo.

(to be continued...)
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viernes, julio 08, 2011

"Silver Ribbon", 1 (Relatito algo así como de pulp americano del barato)

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Cap. 1

Me senté en una piedra al borde de la carretera. Abrí la bolsa y saqué el cuaderno de tapas amarillas que siempre llevo conmigo. Escribí que la carretera se perdía en el horizonte, recta, como una cinta de plata, como una cicatriz reverberante bajo el sol entre el mar de maizales. Pura mierda. Pensé que cuántas veces se había comparado una carretera con una cinta de plata. Antes que los del New Yorker lo tacharan lo hice yo, pero dejé lo de la cicatriz. Me habían rechazado un cuento. "El vuelo de la libélula" se titulaba. Un bodrio, pero tuvieron la deferencia de devolvérmelo con indicaciones en rojo. Quería que mi segundo manuscrito cuidara cada palabra. Así que nada de cintas de plata.

Un destello a lo lejos. El terreno era tan plano que aquel reflejo podría haberse producido a ocho millas de distancia. Era el parabrisas de un coche. El primer coche con el que me cruzaba después de cuatro horas de camino. Conforme se fue acercando adiviné sus formas. ¿Un Cadillac?. Cuando estuvo más cerca pude precisar con seguridad. Un Cadillac Seville del 59, color malva, convertible. Los cromados tenían brillo de joyas. Apenas puse empeño en hacer señales. Frenó al poco de rebasarme.

Me colgué la bolsa del hombro y me acerqué a la puerta. El conductor era un tipo gordo. Aprovechó la parada para enjugarse el sudor de la cara con un pañuelo. Llevaba uno de esos sombreros cortos pig pie. El tipo se dio la vuelta y se acodó en el respaldo de su asiento. Bajó la ventanilla. Salvo el ruido del motor el silencio era total. Sonrió.

—¿A dónde se dirige con este calor, amigo?

—Seguro que al mismo lugar que su coche — dije.

—Voy a Harvestville. No conozco a nadie que desee ir a Harvestville.

—Harvestville es un buen sitio. Tan bueno como cualquier otro.

—Vamos, suba.

Dejé la bolsa en el asiento de atrás y me senté al lado del tipo. Puso en marcha el coche y después conectó la radio. Reconocí la voz gangosa de Greg Murray, la vieja gloria del bluegrass. Aquel gordo pisaba fuerte el acelerador. Era un buen coche desde luego. El volante también era color malva al igual que el traje del tipo. Un traje de calidad sin duda. No le habría costado menos de doscientos pavos. A pesar del calor llevaba la camisa abrochada hasta el último botón y el pequeño nudo de la corbata parecía ahogarle. Le rebosaba la carne del cuello por todas partes.

—Vaya. No he dicho ni buenos días. Me llamo Artie. Artie Colosimo —soltó entonces una mano del volante y me la ofreció. La estreché brevemente. —¿Qué le trae por este infierno, amigo? Podría haberse derretido sobre el asfalto.

—Digamos que estoy en viaje de placer. Pero me temo que equivoqué la ruta. No debí deshacerme de la brújula. ¿Se puede fumar en este palacio?

—Seguro — dijo el tipo sonriendo. Trasteó con el mecanismo que hizo deslizar la cubierta del coche. —Ahora tiene todo el cielo para llenarlo de humo... No, gracias. Lo dejé hace tiempo. ¿Tiene usted nombre o acaso viaja de incógnito?

Encendí el penúltimo cigarrillo que quedaba en el paquete.

—Sí, tengo nombre. Me llamo Jerry Stapleton —le dije aquel nombre porque me gustaba. Siempre me hizo ilusión llamarme Jerry Stapleton. Así que cuando topaba con un desconocido siempre lo empleaba. Éste o Dickie Steele. Los dos los había utilizado para bautizar a unos de mis personajes.

—Encantado, Jerry. ¿Nueva York? — el tipo se puso unas gafas de sol que había sacado de la guantera.

—Sí, Nueva York. De la 63 de Brooklyn.

—Brooklyn. Mi amigo Kenny tuvo una salchichería por allí. Pero no recuerdo si fue en esa 63 o en la 67. El bueno de Kenny Rider, sí. Tal vez lo conozca.

—¿Kenny Rider? Creo que no. Bueno, tal vez. No sé. Hace mucho que no voy por allí. Tampoco me entusiasman demasiado las salchichas.

—En cualquier caso no se le ocurra pisar su tienda, amigo. No me extraña que Kenny haya dejado vacías de ratas las alcantarillas de la calle —. Al gordo Artie se le agitó la barriga por la risotada que le produjo su propio comentario. A lo mejor no se hubiera reído tanto de saber que yo nunca había puesto los pies en Brooklyn.

La música de la radio dio paso a un boletín de noticias. Se informaba de la estancia del Presidente en Dallas. Artie gruñó un poco y la apagó. Después dejó el sombrero en el asiento y se limpió el sudor de la calva.

—Tengo ahí un buen remedio contra este calor — señaló con el pulgar hacia los asientos de atrás. Vi una nevera portátil de plástico. —Vamos, ábrala.

Deslicé la cremallera de la tapa. Había cinco o seis botellas de cerveza entre trozos de hielo. No me gusta especialmente la cerveza pero aquellas eran Saranac. Cogí dos botellas y le pasé una al gordo. Quitó la chapa con un abridor que llevaba soldado a la barra del volante. Luego abrió la mía. Dimos algunos tragos en silencio. La cerveza estaba helada. No dijimos palabra en las siguientes millas. Cuando el gordo terminó su botella la arrojó hacia atrás. Escuché el estallar del vidrio.

(to be continued...)
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miércoles, julio 06, 2011

Damero Mardito, nº 27 (julio)

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El tiempo es ese médico infalible que todo lo cura de muerte natural


Estimado señor de los Dameros Marditos:

Siendo como soy aficionado a los pasatiempos y por ende, a los misterios, tengo la satisfacción de participarle que se ha resuelto el mayor que rodeaba mi vida.

Verá, el asunto gira en torno a nuestra hija Martita, una joven que gozando de las ventajas de su extracción burguesa medio-alta, supo premiar nuestros sacrificios, culminando con éxito unos estudios universitarios que a la larga le han proporcionado una situación envidiable en cuanto a lo laboral y lo económico. Entienda entonces nuestro estupor cuando a la nena le dio por enamorarse de Eduardo, un sujeto zafio, rayano en el analfabetismo, de fea catadura y obtuso cerebro. Ahorraré describirle los disgustos que tanto su madre como yo fuimos cosechando durante todo el noviazgo hasta una boda que resultó la más dura de las pruebas. ¡Unos padres que siempre ofrecimos lo mejor a nuestra hija, sumidos en la vergüenza!

El caso, es que ejecutando el discurrir del tiempo su función paliativa, logramos tragar aquel sapo que el destino nos ofrecía y, mal que bien, nos hemos ido acostumbrando a la presencia de este individuo y a las veleidades de Martita. Pero yendo al meollo del asunto para no aburrirle, le contaré que este Eduardo ha venido a ser víctima de un extraño mal que se manifiesta en desmayos repentinos precedidos de un horrísono grito; mal al que los médicos no encuentran explicación. Su última crisis se desarrolló hace poco, en nuestro propio domicilio, durante la visita que la pareja nos giró desde la ciudad donde se instalaron. Las circunstancias hicieron que en aquel momento Eduardo se encontrara duchándose. Sobrevino el grito que dije y tanto mi esposa como yo, corrimos alarmados hasta el baño (Martita se encontraba en un congreso de Logopedas). Con no poco trabajo logramos forzar la puerta, siendo que tras la acción se nos dio a contemplar un espectáculo que nos sobrecogió: Eduardo, tirado en el suelo cuan largo es, dejaba a la vista un atributo, el propio del sexo masculino, de tan descomunal medida y presencia turgentísima que, nada más verlo, mi esposa y yo intercambiamos miradas cómplices. ¡Menudo trabuco (con perdón) se gasta el Eduardo, señor de los Dameros Marditos! ¡Ahora nos explicamos las razones de nuestra Martita, verdaderas razones de peso! Resuelto el misterio y finalmente todos contentos, hemos decidido pasar los cuatro la primera quincena de julio en la Riviera, alojados en el Hotel Negresco de Niza. Dadas mis secretas inclinaciones que a Ud. le confieso, auguro unas vacaciones inolvidables.

Sin más que comunicarle, queda suyo s. s. s. q. e. s. m.
Eulogio Durruti Mantecón.

P. D. Me llevo conmigo el Damero de este mes. Lo resolveré en la piscina, al lado de Eduardo.

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¿Dónde conseguir el Damero de este mes? Pues como siempre, gratis total en su kiosco habitual. Aquí:
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lunes, julio 04, 2011

RESURRECCIONES, 4 (Final)

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Capitulito 4

Fue ya a principios de diciembre cuando nos enteramos que en el barrio de al lado algunos resucitados se habían marchado. Fue una casualidad, ya que el rumor nos llegó en una tienda de electrodomésticos que se encuentra muy alejada de nuestra casa, adonde habíamos ido a comprobar las maravillas que nos contaban de los televisores en color. El rumor se confirmó, era cierto lo que se decía. Cuando volvimos al bloque después de varias horas de ausencia encontramos en el patio un corrillo de vecinos que guarnecían con los paraguas a la mujer del padre de los Ramírez, el albañil. “Se ha ido, se ha ido” decía llorando la señora con un pañuelo en la mano hecho un gurruño. Fue imposible que encontrara consuelo en nuestras palabras que querían ser esperanzadoras. “Lo mismo vuelve dentro de un rato” dijo el médico jubilado. “No. No. Me dijo que ya no estaba a gusto aquí”. Por lo visto, el padre de los Ramírez había dormido la noche anterior en su cama pero al llegar el día lo único que encontró la mujer al despertar fue un revoltijo de sábanas y las botas de albañil colgadas misteriosamente de la lámpara. Fue el primero porque en jornadas posteriores y aprovechando la noche, se marcharon algunos más. Con la misma reiteración se reprodujeron los gritos dentro de las casas, pero esta vez con carácter de tragedia. Cuando le preguntamos a la abuela por este comportamiento se limitó a encoger sus hombros escuálidos.

En la madrugada del nueve de diciembre varios ruidos nos despertaron del letargo ante la pantalla del televisor. Era la abuela quien trasteaba con los cerrojos de la puerta. “Me tengo que marchar” nos dijo. Quisimos hacerle notar lo inclemente de la noche y la segura mojadura que la calaría nada más que saliera al portal, pero hemos de reconocer que lo hicimos con la boca pequeña pues aquella posibilidad evidente de su marcha nos hizo recuperar la imagen feliz de nuestras vidas antes de su resurrección. Para no hacer la situación demasiado descarnada le propusimos acompañarla al menos hasta el límite de la calle esperando su negativa. Pero no fue así porque aceptó nuestra cortesía con una de aquellas sonrisas tristes. Al final debimos salir al patio ensopado de charcos con la defensa insuficiente de nuestros paraguas y la gabardina con que cubrimos a la abuela. Sólo el sonido de la lluvia, en contraste con el silencio de los bloques que dormían, daba réplica a las pisadas de nuestras botas de goma.

Encontrar a la Chari en el zaguán no nos sorprendió tanto como el hecho de semejar todo aquello una cita organizada. Las dos mujeres se saludaron apenas y quedaron quietas bajo la lluvia como esperando una orden de marcha que parecía no llegar. "Ahora vendrá", dijo la Chari mirando embobada el interior del patio. Debía llevar algún tiempo allí pues estaba empapada y su paragüitas plegable era un objeto que el torrente hacía sarcástico. Al rato y con su acostumbrado sigilo se unió al grupo aquel hombre taciturno al que nunca habíamos visto despegar los labios. Por primera vez lo escuchamos decir "buenas noches" pero tras besar la mano de la abuela y de la Chari nos dedicó una de esas miradas sobradas que nos convirtió de inmediato en presencias inoportunas. Pensábamos que el bulto cubierto con una mantita de cuadros que protegía entre los brazos se trataba de su gato también resucitado. Fue la abuela quien abandonando nuestros paraguas se acercó al hombre y entreabrió la manta. "Qué lindo es", dijo. Pudimos ver entonces entre el rebujo al bebé de Eulalia que, con los ojos muy abiertos y un chupete que succionaba veloz, recibía impasible la lluvia en la cara.

Tanto el hombre como la Chari no prestaron atención a la abuela cuando expresó su deseo de que la acompañáramos. Así lo hicimos a pesar de todo, un tanto rezagados pero consiguiendo llegar hasta el final de la calle. "Ya me voy" dijo la abuela "Recordad que no quiero que me visitéis". Nos dejó con los adioses en la boca. Sacando energías de no sabemos dónde emprendió una carrerita que la llevó hasta los otros. Arrojó la gabardina al suelo y dando el brazo a la Chari se cobijó bajo el paragüitas. No pudo contemplarnos agitando las manos en la despedida porque no se volvió para mirarnos. Doblaron una esquina y desaparecieron.

Cuando en el regreso llegamos de nuevo al patio, vimos varias ventanas iluminadas. Del interior de aquellas viviendas se escapaban los ayes de las familias con resucitados que las ráfagas de viento y agua no conseguían enmudecer. Penetrar en nuestra salita fue como alcanzar una tierra antigua y confortable. Retomamos la tibieza de nuestros sillones, encendimos el televisor y nos entregamos a la ilusión de que algún día habría programas nocturnos, tal y como nos habían asegurado que sucedía en América. Pero bueno, tampoco estaba mal la pantalla gris con nieve y un ronroneo como gatuno que nos adormilaba en la oscuridad. Nada mal.


© Sap.
es.humanidades.literatura
noviembre, 2004

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viernes, julio 01, 2011

RESURRECCIONES, 3

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Capitulito 3

En aquel noviembre contabilizamos casi veinte resurrecciones, al menos de difuntos conocidos. La primera como dijimos fue la Chari y el último un viejecillo al que volvimos a encontrar haciendo cola en la panadería. Lo que nos entristecía y daba rabia es que avanzado ya el mes, a la altura del veinticinco o así, nosotros no hubiéramos tenido la alegría de recibir en casa a alguno de nuestros fallecidos. Pero al final el destino nos recompensó con creces. El día veintiséis a la hora del almuerzo llamaron a la puerta y el corazón nos dio un vuelco al ver en el umbral a nuestra abuela, la abuelita Ana, la persona a la que más hemos querido nunca. Allí estaba rescatada del velo inmisericorde, negro y lleno de remiendos de la muerte. La abuela vencedora contra la Parca, la que lucha con sus herramientas de olvido y que trata de reducirnos a trozos de mármol grabado y a jarrones asépticos para más tarde oxidar soportes de macetas, reventar féretros invisibles y llenar de sabor a herrumbre las bocas de quienes nos quedamos, colmándonos con el polvo descolorido de las flores de plástico. Nuestra abuela, sí. No nos importó dejar a medias el Telediario porque en los abrazos quisimos encontrar todo el amor que creíamos irrecuperable para siempre.

La hicimos pasar y con prisa la acomodamos en su mecedora que aún guardábamos como reliquia sin olvidarnos del cojín que siempre acostumbraba a colocarse en la espalda. Con los nervios del reencuentro no acertábamos a preguntarle, a interesarnos por sus circunstancias, así que agradecimos su solicitud de prepararle un café. Lo bebió con una delectación infantil de ojos cerrados por el placer. “Allí no tenemos de esto”, nos dijo. Luego, más calmados, le señalamos entre bromas y veras su buen aspecto, pues la abuela de ser una señora gruesa ahora presentaba una delgadez que nos asustó, aunque claro, esto no se lo dijimos. Sí, venía por la falta de kilos con la piel apergaminada y su pelo famoso de lustre lo traía apelmazado y seco como los durmientes cuando se levantan. A nuestras preguntas apenas respondió y si lo hizo era casi todas las veces con monosílabos de desgana. Le preguntamos por el abuelo y comentó que lo veía poco porque allí se había vuelto muy malo. Luego callaba pero sin dejar de sonreír como todos ellos, con el rictus que la hacía enseñar los dientes que parecían haber crecido dos tallas más. Nos llamó la atención la bolsa de plástico que bajo las manos guardaba en el regazo, pues también la Chari y otros más trajeron unas similares. Nos dijo con su nueva voz atiplada que era un regalo para nosotros pues a sus nietos queridos nunca los había olvidado. Nos la entregó y al abrirla nos dimos cuenta que contenía unos manojos de jaramagos mustios y unos trozos de tela de forro arrugados y verdes de moho.

El domingo siguiente organizamos una comida de bienvenida y a ella asistieron el resto de nietos y tío Rafael, el único superviviente de sus hijos. Fue una velada tranquila pues con esfuerzo le habíamos explicado a los vecinos el carácter de estricta privacidad que queríamos dar a la reunión. El alegre ambiente que habíamos creado en un principio pronto se tornó lúgubre viendo la desidia con que la abuela nos trataba. A pesar de los brindis en su honor y los obsequios con que la agasajamos no logramos hacer desaparecer de su cara aquella expresión de lejanía, su palpable desgana por todo y por todos. “¿No estás contenta, abuela?” le preguntábamos y respondía “Sí, sí” con la misma vacuidad que hubiera dicho lo contrario. Algunos le presentaban ante la mecedora a sus nuevos bisnietos y los pequeños, temerosos, se dejaban besar por sus labios fríos en un triste contacto de milisegundo. “La abuela está rara” dijo alguien como si hubiera descubierto un misterio insondable. Y no es que estuviese rara, es que era otra persona que nada tenía que ver con la mujer cariñosa y vital que todos recordábamos. En ningún momento abandonó su asiento a no ser para acercarse a darle vueltas tan mecánicas como innecesarias a los pucheros donde trajinaban las nueras. Incluso se quedó dormida en la mecedora en un estado de catalepsia que la llevaba a no cerrar los ojos. Era tal el desapego hacia nosotros que nos resultó imposible hacer de la sobremesa otra cosa que no fuera un simulacro de bienestar que no ocultaba nuestra congoja. Cuando se marcharon los visitantes y nosotros lo recogimos todo, encendimos el televisor esperanzados en el regocijo de la abuela. A esa hora emitían una película de Cantinflas, el que tanto la divertía. Pero ella miró la pantalla con el mismo desinterés que hubiera puesto en verla negra.

Tres o cuatro días transcurrieron así, con la abuela sumida en una indiferencia a la que no sabíamos encontrar remedio. Pasó entonces que comentando esta actitud con vecinos que tenían resucitados en casa, que vinimos a coincidir en lo mismo, que tras la alegría primera del reencuentro todos se abandonaban al silencio y a una pereza que los llevaba incluso a dejar de comer como esos pájaros exóticos que no se adaptan a las jaulas. Algunas veces, y casi siempre en medio de algún programa televisivo que nos interesaba, la abuela parecía hacerse receptiva a nuestros comentarios pero para nuestra sorpresa sus frases apenas eran soliloquios que nada tenían que ver con la conversación. Una tarde, a nuestra pregunta “¿Quieres que cambiemos a la UHF?” respondió: “No me gustaban las visitas”. Después lo dijo un par de veces más. “¿Qué visitas, abuela?”. Se quedó callada y dimos por terminada la charla pero pasados unos minutos dijo de improviso: “Las visitas al nicho. No vayáis más. Los muertos le teníamos mucha envidia a los que siguen vivos”. Y al decir esto reclamó una taza de café, lo único que parecía gustarle.

Nuestros intentos por animar a la abuela, por rescatarla de aquella especie de autismo habían resultado un fracaso. Fue el tiempo quien se encargó de hacernos ver que nada volvería a ser lo mismo. Tendremos que exponerlo sin ambages: la presencia de la abuela en casa se convirtió en una molestia. Claro está, uno espera la animación, los comentarios, todo lo que hace de una salita con televisor un espacio de concordia y de calidez hogareña. Los silencios de la abuela, su permanente sonrisa lejana y su mirada sin fulgor lo hicieron imposible.

(to be continued)
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