jueves, diciembre 30, 2010

"Sunset Park" Paul Auster

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Cierro este malhadado 2010 con una nueva reseña a la obra de Paul Auster, en este caso a su última novela, “Sunset Park”, otra decepción —aunque anunciada— en este año tan colmado de pinchazos en hueso.

Por un momento, y tras la lectura de su penúltimo libro, o sea, “Invisible”, albergué en mi cándido corazoncito la posibilidad de que el maestro de Newark, con los nuevos y escabrosos ingredientes mostrados en ella hubiera sabido enderezar el rumbo de la nave que zozobraba… ¡ese buque fantasma gobernado por el escritor “profesional”, el que sigue escribiendo por mantener una firma y ganar ninerito sin tener ya nada que decir! Pero no. Fui víctima, una vez más, del espejismo que quiso hacerme ver que el autor de las memorables “El palacio de la luna”, “La música del azar”, “El país de las últimas cosas”, “La trilogía de Nueva York”, etc. había cobrado nuevos bríos.

“Sunset Park” es humo. Es nada. Una colección de manidos tics, de situaciones aplantilladas, de resabidos flashes y en suma, de manierismo. La vacía autocaricatura del autor. Sí, en efecto, su lectura puede ser entretenida, de gran ligereza, pero a la vez tan olvidable como el vaso de agua que calma la sed. Una novela que ni mancha ni persiste, una novela que no deja rastro a los tres minutos de haber acabado con ella.

Miles Heller, un joven que tras dar varios tumbos por los USA después de romper con su familia, acaba en el grupo de okupas que mora en una destartalada casa del neoyorkino barrio de Sunset Park. Allí cada uno de sus cuatro ocupantes tiene su particular rollo (intrascendente) y mantienen relaciones (intrascendentes) sobre un fondo de revoltijo (intrascendente) en el que no falta el aliño austeriano de béisbol y película obsesionante, en este caso “Los mejores años de nuestra vida” (William Wyler, 1946)… Y ya no sé qué decir más porque no hay más.

En mi fijeza por resumir en el menor número de palabras posible las novelas que acabo de leer, puedo decir que “Sunset Park”, así para entendernos, no es más que puro cotilleo. Gossip. Vacuidad. Como la estúpida noche que me tocará vivir mañana.
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lunes, diciembre 27, 2010

2010. Resumen del año lector.

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A ver quién tiene repes (el asterisco indica relectura).


1.“QUINTETO DE BUENOS AIRES” Manuel Vázquez Montalbán

2.(*)“KAFKA” Max Brod

3.(*)“EL EXTRANJERO” Albert Camus

4.“MATADERO 5” Kurt Vonnegut

5.“CRÍMENES EJEMPLARES” Max Aub

6.“ESTUPOR Y TEMBLORES” Amelie Nothomb

7.“INVISIBLE” Paul Auster

8.“DISPAREN SOBRE EL PIANISTA” David Goodis

9.“LOS JEFES, Y OTROS CUENTOS” Mario Vargas Llosa

10.“LA HISTORIA DE SAN MICHELE” Axel Munthe

11.“TRES VIDAS DE SANTOS” Eduardo Mendoza

12.“DE RATONES Y DE HOMBRES” John Steinbeck

13.“RELATOS” John Cheever

14.“LA NOCHE DE LOS TIEMPOS” Antonio Muñoz Molina

15.“BILBAO-NEW YORK-BILBAO” Kirmen Uribe

16.“JARRAPELLEJOS” Felipe Trigo

17.“EL DESENCUENTRO” Fernando Schwartz

18.“EL CONSPIRADOR” Humphrey Slater

19.“CRIMEN Y CASTIGO” Fiódor Dostoievski

20.“EDGAR NEVILLE: TRES SAINETES CRIMINALES” Santiago Aguilar

21.“LA ELEGANCIA DEL ERIZO” Muriel Barbery

22.“EL MAR DE JADE” Alberto Vázquez-Figueroa

23.“VIAJES MORROCOTUDOS” Juan Pérez Zúñiga

24.(*)“DOS AÑOS DE VACACIONES” Jules Verne

25.(*)“EL MONO AZUL” Aquilino Duque

26.(*)“NADA” Carmen Laforet

27.(*)“HELENA O EL MAR DEL VERANO” Julián Ayesta

28.“EL GRAN MANIPULADOR” Paul Preston

29.“UNA VEZ ARGENTINA” Andrés Neuman

30.“EL TIEMPO AMARILLO” Fernando Fernán-Gómez

31.“LO QUE ME QUEDA POR VIVIR” Elvira Lindo

32.“EL MAESTRO JUAN MARTÍNEZ QUE ESTABA ALLÍ” Manuel Chaves Nogales

33.“LA ESTRATEGIA DEL AGUA” Lorenzo Silva

34.“TODO ES SILENCIO” Manuel Rivas

35.“INDIGNACIÓN” Philip Roth

36.“LO QUE ESCONDE TU NOMBRE” Clara Sánchez

37.“MEMORIAS DE UN EXILIO” Miguel Gila

38.“CUENTOS” Max Aub

39.“QUEREMOS TANTO A GLENDA” Julio Cortázar

40.“SUNSET PARK” Paul Auster
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jueves, diciembre 23, 2010

Cuento de Navidad

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LA LUZ DE UNA ESTRELLA QUE NO EXISTE

1.

Prince estaba muerto. No había duda: estaba muerto, por mucho que se empeñaran en reanimarlo echándole agua por la cara y dándole palmaditas. Acurrucado en aquella manta roja que les habían regalado los jóvenes voluntarios, murió mientras dormía sobre la colchoneta de espuma de bordes desmigajados. Se había meado encima además. Tenía un ojo abierto y otro medio guiñado, como si espiara a la muerte por el agujero de una cerradura.

A sus compañeros les entró mucho miedo. Hasta pánico. Aquello representaba un problema gravísimo para todos. ¿Qué hacer, a quién acudir, dónde ir? Las preguntas habituales del drama con negros. Sin papeles, sin permisos, sin nada. Así que decidieron marcharse, coger las tres o cuatro cosas útiles que habían conseguido reunir —el campingás, la cafetera, los cubiertos— y salir por piernas. Pobre Prince, dijeron cincuenta veces en su idioma mientras trasteaban en sus pobres cacharros.

También los asustaba la causa de su muerte, ¿se debería a alguna enfermedad contagiosa de las que les culpaban? Prince llevaba tosiendo desde que un mes antes celebraron aquella cena de Nochebuena en el comedor de las monjas. Pero a lo peor, algo de lo que comieron no estaba bueno. Nunca acabaron de fiarse de las cosas que comían los blancos, de su sabor a medicina. El rumor sobre un posible exterminio a cargo del gobierno había comenzado a extenderse. El caso es que Prince se ahogaba en su tos y muchas veces se despertaba y salía a vomitar.

Pero ahora ya daban igual la tos y los vómitos. Ahora tenían que hacer algo, lo que fuera. Registraron los bolsillos de su ropa para quemar cualquier rastro que pudiera identificarlo, pero lo único quemable que encontraron fue uno de esos resguardos que daban en la oficina de correos y el papel escrito a lápiz por el hombre que tenía el olivar y que les dijo que era el contrato. En el otro bolsillo, Prince guardaba una moneda de un euro y dos monedas de cinco céntimos.

Dejaron atrás el tinglado que tenían montado entre los matorrales, con plásticos tendidos entre unos árboles, y huyeron. Hasta pensaron enterrar el cuerpo de Prince, pero las prisas y el miedo les hicieron ver la complicación que les causaría perder tanto tiempo. Así que después del registro, le quitaron las zapatillas deportivas y la gorra de visera con el escudo del Betis y como decimos, corrieron campo a través. Al poco tiempo, se dispersaron y disiparon entre los olivos.

No sabemos, sólo suponemos, que los últimos pensamientos de Prince antes de quedarse dormido sin saber que jamás despertaría, los dedicaría a su familia o, tal vez, a la muchacha que saludó varias veces cuando era guardacoches y que una vez se dejó besar por él en la mejilla. La muchacha a la que luego le machacó el cráneo con un adoquín de granito. Nadie lo vio. Era su secretillo, un asunto del que, claro, no compartió ningún detalle salvo con su amigo Greg. La suerte le vino de cara porque culparon a unos argelinos y a los pocos días, a Greg lo atropelló un camión. Quedó limpio de todo excepto de la imagen final de la muchacha.

Aquello sucedió cuando retomó el trabajo de aparcacoches una vez que se acabó la faena en el campo. Ya había sido aparcacoches al principio, cuando eran los buenos tiempos en que se sacaba cada día más de treinta euros. Pero luego, cuando comenzó el paro masivo, empezaron a llegar más negros a las calles que él trabajaba y aunque sólo fuera con los compatriotas, hubo de compartir tramos cada vez más pequeños, hasta que llegó un momento en que se disputaban el favor de un conductor como una manada de hienas.

Entre uno y otro periodo, el de abundancia y escasez, encontraron trabajo él y dos nigerianos amigos en la construcción de una autopista. Allí hasta aprendieron a manejar maquinaria y se hicieron fotos al lado de los enormes vehículos amarillos. Vestían unos chalecos reflectantes con los que se sentían operarios definitivos. Aquellas fotos las llevaba siempre encima, junto con la que se hizo al lado de la motocicleta Yamaha del jefe, y otra en la piscina de la hacienda donde se celebró el fin de la obra. Una vez le pidió una foto a la muchacha, pero no quiso dársela. Ni volvió nunca a besarlo.

Pero la autopista terminó de construirse y vino el tiempo de las cosechas, de las caminatas buscando trabajo en la recogida de la fresa, de las flores, de los tomates, de la aceituna, de las uvas de la ira… Entre una y otra campaña, volvía a la calle de siempre a aparcar coches. Una calle donde llegó a ser popular. De vez en cuando los empleados del Mercadona cercano lo abastecían de productos a medio caducar, o su amigo Paco, el repartidor de la Coca Cola, le regalaba artículos de promoción aparte de alguna que otra botella. A Prince le resultaba inconcebible que existiera algo más delicioso que una Coca Cola. A principios de diciembre consiguió unos gorros de Papá Noel, con el logotipo de la marca, que les parecieron perfectos para enviarlos a sus sobrinos.

Desde que llegó, casi dos años antes, sólo había podido comunicarse por teléfono un par de veces. Fue con su hermano Gbayi, cuando viajó hasta Ibadan. Su voz se oía con total nitidez aunque él tuvo que hablar a gritos para hacerse entender entre el barullo del locutorio. Gbayi vino a decirle que no estaría mal que mandase algo de dinero. Prince dijo que ya vería, que no tenía mucho, pero que intentaría enviarles unos regalos aún sabiendo que era más que probable que se perdieran por el camino, robados por los funcionarios de aquí y de allá.

Esto ocurrió poco antes de la comida de Navidad en lo de las monjas. Fue el último momento en que disfrutó de cierta felicidad o tranquilidad o estabilidad, pues después se echaron de nuevo a recorrer los campos y acabaron durmiendo casi en la intemperie. Lo de la muchacha debía parecerle que sucedió hacía mil años. A pesar de todo, como dijimos, era más que posible que a ella y a lo que pasó con ella, fueran dedicados sus pensamientos antes de conciliar el sueño. Sabemos, porque lo dijo el compañero que estrenaba reloj, que salió a vomitar fuera a las 11:47 de la noche.



2.

Los Osoba se reunieron alrededor de la mesa ocupando con gran orgullo las dieciséis sillas disponibles, no en vano, el prestigio y la riqueza de una familia no se medía ya por el número de cabezas de ganado que poseía sino por el número de sillas de plástico. A más sillas, más familia; a más sillas, más gente a la que ofrecer hospitalidad. Venían a la ceremonia y la casualidad les regaló una sorpresa.

Sobre la mesa dispusieron la deteriorada caja de cartón, y expectantes, dejaron que fuera la abuela, el miembro más viejo de la familia, la que la abriese. Con no poco esfuerzo y la poca ayuda de sus dedos deformados, la abuela rompió los papeles que la envolvían, desató cuerdas y despegó cintas adhesivas. Una caja y su contenido siempre es una sorpresa, mucho más siendo como ésta, llegada desde tan lejos y tras tanto tiempo de viaje. Dijo el hombre que la trajo que había salido de Europa en diciembre. Había llegado al poblado casi en agosto. Por eso no importaba que fuera tan pequeña.

Los niños, de pie en las sillas, se apoyaban en el borde de la mesa para estar más cerca de todo cuanto ocurría. Deseaban ser los primeros en conocer qué clase de maravillas sacaría la abuela de allí dentro. Los mismos papeles donde venía envuelta la caja ya eran una maravilla. Nunca habían visto tantos colores brillantes. Se los disputaron como una familia de surikatos hasta que el padre consiguió poner orden.

Por fin la abuela extrajo el primer objeto. Era otra caja, plana, oblonga, envuelta en desconocido celofán (sólo Gbayi recordaba con nostalgia el celofán de las cajetillas de tabaco de cuando estuvo en Lagos trabajando en una planta petrolífera). Con todo el cuidado que pudo la desenvolvió y puso el delicado celofán junto con los papeles de regalo. La abrió. Dentro, y en otros envoltorios también de celofán, venían como unas masas de mandioca oscuras (era una caja de polvorones y mantecados.)

Luego vino una segunda caja. A todos los desconcertaba el hecho de la caja que contenía otras cajas. Pero esta segunda, aunque parecida a la primera, era más pequeña pero igualmente llena de letras doradas, brillantes. Sacaron de ella una tableta de un material blanco, muy duro y lleno de trozos de algo parecido a las bunké (se trataba, claro, de una tableta de turrón. Era, al igual que los polvorones, de la marca Hacendado, la marca blanca de Mercadona). Bajo ella, y envueltos en una bolsa de plástico, Prince había incluido para los niños de la familia cuatro de esos gorros rojos ribeteados de blanco y con un borlón en la punta que usan, precisamente los blancos, para celebrar sus fiestas. El mismo gorro que se ponía un hombre gordo que en alguna ocasión habían visto cuando fueron a la ciudad (¡ay la ciudad! ¡casi quinientos kilómetros para llegar allí!) Los gorros provocaron un nuevo altercado, pues eran cuatro gorros para seis niños. Al final consintieron en ir turnándoselos bajo la amenaza de echarlos fuera de la choza.

Y ya está. ¿No había nada más en la caja?

Bueno, sí. Todavía quedaba algo en el fondo. Tal vez lo mejor. Un sobre con seis fotografías de Prince. Seis fotografías en color. Todo un lujo. Al verlas sacar del sobre, los niños, que eran sobrinos y primos de Prince, armaron otro pequeño revuelo y de nuevo intervino el padre; pero aunque sometió a los pequeños, no pudo contener la curiosidad de los adultos —los abuelos, la mamá, los tíos de Akure, la tía Agbeke venida de Lafia con su hijo, el primo Oluwatoni, el hermano mayor de Prince, Tiwatope, y su mujer Dumbili…— que se disputaron las fotografías dando paso a una lucha de vozarrones y exigencias. ¡Allí estaba Prince, el que había remitido la caja desde tan lejos!

Atentos todos al padre, que agrupó las fotos de nuevo en su mano, guardaron silencio unos minutos para escuchar la lectura de la breve carta que las acompañaba. En ella, de manera un poco confusa, Prince les informaba de lo bien que le iban las cosas, de que ya tenía un coche y una motocicleta, que vivía en una casa enorme y muy bonita donde a veces le visitaban sus amigos y que —esto no gustó mucho a la abuela ni a la madre— había conocido a una muchacha blanca que se llamaba Ana (escribió Hana, con hache) con la que le gustaría casarse… pero también les decía cuánto los echaba de menos y cuánto añoraba la comida que preparaba mamá. Luego mandaba saludos para todos, sin olvidarse de nadie.

Aunque fue difícil mantener el orden, el padre dejó que las fotos fueran pasando de una en una por todos los congregados en torno a la mesa. ¡Qué asombros, qué admiraciones! A la misma vez, la abuela permitió que la tableta de turrón (de la que no sabían cómo se comía, pero sí que estaba muy dulce) fuera turnándose para ser lamida por todos. La gruesa lengua del abuelo se demoró en ella hasta provocar las protestas de los niños.

Las fotos no dejaban lugar a las dudas. Si las vieran, los vecinos que hacían tantos comentarios suspicaces sobre cómo vivían sus paisanos en las ciudades de los blancos, harían muy bien en cortarse las lenguas. Porque allí estaba Prince, fotografiado junto a sus compañeros de trabajo al lado de un automóvil enorme y amarillo; y también en el borde de una especie de pequeño lago de aguas azulísimas. Todos sonreían enseñando sus dentaduras blancas. Todos eran felices y vestían ropas de colores maravillosos y brillantes, colores que no habían visto nunca.

Se alcanzó un estado de cierta tranquilidad.

Luego vino la comida y las mujeres, siempre bajo las órdenes de la abuela, se encargaron de trocear el cerdo que con motivo tan especial habían asado. Lo comieron con plátano y puré de mijo. Los mayores bebían cerveza de palma mojando en ella los mantecados de Mercadona. Bueno, no los encontraron malos pero tampoco eran nada del otro mundo. Literalmente, nada del otro mundo.

La sobremesa, tras el suculento almuerzo, estuvo muy animada. Prince, claro está, era el centro de todas las charlas que se iniciaban. Pero fue tanto el tiempo hablando sobre él y fue tanta la cerveza trasegada, que Prince acabó convertido en objeto de envidia y codicia. Tiwatope no dejó de hacer comentarios llenos de amargo sarcasmo. Luego se unieron con igual mordacidad el primo y hasta el abuelo. Tenían mal beber. A la vez, los niños jugaban fuera con un perro, armando mucho alboroto, levantando tierra polvorienta, turnándose sus gorros de Papá Noel bajo el sol ardiente.

Fin

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(Desocupado lector, si llegaste hasta aquí mereces como nadie mi deseo de unas fiestas apacibles. Gracias por tu lectura.)
:-)
©Sap es.humanidades.literatura 22/12/2010
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lunes, diciembre 20, 2010

Parecidos Razonables, 1

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Hoy:

Mario Vargas Llosa vs. Joan Crawford en "¿Qué pasó con Baby Jane?" (Robert Aldrich, 1962)
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viernes, diciembre 17, 2010

Teoría del pescadito

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Al coronel Aureliano Buendía, el hombre que perpetuamente recordará hasta el final de los tiempos la tarde en que su padre lo llevó a conocer el hielo, su creador, García Márquez, lo hizo orfebre. Así que para entretener su voluntario retiro, el coronel dedicó muchos años de su vida a fabricar pescaditos de oro, con escamas articuladas y brillantes ojos de rubí.

Sostenemos que estos pescaditos —la inspiración de estos pescaditos— fueron en realidad unos llaveros que se hicieron muy populares en la España de los años 60 y que con toda probabilidad conoció García Márquez cuando, en plena redacción de su novela, habitó en Barcelona. Puede ser también que estos llaveros de pescaditos dorados fueran conocidos en Méjico, Colombia u otros países americanos. En todo caso, la fascinación infantil que ejercían debió ser la misma en aquellos tiempos en que los llaveros, más que para llevar llaves, servían para lucirlos colgados de una trabilla del pantalón.

La sorpresa es que hemos recuperado de un pretérito joyero de bisutería un auténtico ejemplar de pescadito. Un pescadito de casi 45 años de edad. Lo hemos dispuesto sobre un fondo oscuro y lo hemos fotografiado. Se aprecian bien su estructura y el rojo fulgor de su ojo. Queremos pensar, nos gusta pensar, que nos ha llegado salido directamente de las solitarias y habilidosas manos del coronel, días antes de que frente al pelotón de fusilamiento hubiera de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
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miércoles, diciembre 15, 2010

Solución al Damero Mardito, nº 20 (diciembre)

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A continuación, pasamos a desvelar la solución al último Damero Mardito (nº20, diciembre), aprovechando como siempre el momento para enviar un afectuoso saludo a nuestros distinguidos seguidores. Muchas gracias.

"Me salgo de estos laberintos y me meto por la clara senda del lenguaje común para explicar por qué motivo no teniendo voz, hablo y no teniendo manos trazo estas líneas."

A. Pollón
B. Edad
C. Rombo
D. Enésimo
E. Zaquizamí
F. Gen
G. Avellano
H. Lapón
I. Delta
J. Orestes
K. Sexto
L. Entren
M. Lección
N. Aldeas
Ñ. Mantón
O. Impar
P. Grupal
Q. Ojetes
R. Mayor
S. Abstruso
T. Noche
U. Sedativo
V. Oyen

Acróstico: Pérez Galdós "El amigo Manso."
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lunes, diciembre 13, 2010

Crisis, what crisis?: El huevo duro.

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A ver quién es el guapo o la guapa que tras leer este anuncio, nos viene luego con mandangas de crisis ni de crisas… ¿quién no tiene a mano unas maderitas, unos palitroques con que organizar un fuego? ¿quién no posee una cacerola o una lata mismo en la que echar un poco de agua y un pellizco de sal?... Con tales sencillos elementos, el cocer el huevo que regala junto con la pieza de pan este emprendedor tendero de nuestro barrio, se convierte entonces en una acción al alcance de cualquiera y garantiza en nuestra dieta la presencia de proteínas junto a los hidratos de carbono procedentes del bollo.

¿Que queremos completar el menú sin gastar ni un céntimo?, pues, ¿qué tal un poco de verdura, una saludable ensaladita? De ellas, y gratuitamente si sabemos rebuscar bien, nos abastecen los feraces campos e incluso los solares urbanos: collejas, berros, tagarninas, canónigos… Y si ya somos unos gourmets, amigos del capricho culinario, hagamos como mi amigo, el loco Alonso, y redondeemos el opíparo almuerzo con algún palomino de añadidura los domingos, haciendo de paso, un favor a nuestros abnegados munícipes y su lucha incansable por librar a la ciudad de la plaga de palomas. (Próximamente, en este blog, les ofreceremos diagramas para construir trampas para cazarlas y un opúsculo sobre la cría de ratas).
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viernes, diciembre 10, 2010

"Lo que esconde tu nombre" Clara Sánchez

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Señora, caballero, ¿tiene Ud. un enemigo y no sabe aún que regalarle en las entrañables fechas que se avecinan? No se preocupe porque tengo la solución. Obsequie a esa persona a la que profesa tanta manía con un ejemplar de la novela que hoy nos ocupa, “Lo que esconde tu nombre”, de Clara Sánchez, Premio Nadal 2010 y uno de los mayores truños que me he echado a las gafas en los últimos tiempos. Sólo el pensar que este despropósito es colega, por ejemplo, de “Nada” de Carmen Laforet, en tanto que ambos títulos consiguieron el prestigioso galardón, me hace abominar de estos concursos más que de ‘El juego de tu vida’.

Lo confieso, piqué como un tailandés, me ilusioné como un luso iluso cuando leí la breve reseña donde se contaba que la novela iba de nazis ocultos en España, de su historia, de sus nombres y avatares, de sus cazadores y de sus devenires. Incluso, teniendo como tengo, alguna historia particular con uno de estos refugiados que fueron de lujo, y aprovechando las oportunidades que nos brinda la Red para comunicarnos con los autores, imaginé lo interesante que podría ser el establecer contacto con la propia Clara Sánchez, comentarle mis inquietudes, alabar su trabajo, quedar —¡¿quién sabe?!— con ella en alguna de las exclusivas cafeterías que frecuento, iniciar tal vez algún romance, culminar con un hijo el fruto de nuestro amor… ¡ah, es tan fácil y tan grato dejarnos ganar por las ensoñaciones…! Pero al cabo, y tras leer la novela, tengo la certeza de que nada de esto se producirá.

No. Nada de lo que me imaginaba sucede en el libro, un endeble thriller en el que en ningún momento, ni personajes, ni situaciones ni diálogos ofrecen las mínimas dosis de credibilidad exigibles a la ficción. Estructurada la novela en dos voces narrativas que se van sucediendo por riguroso turno: Julián, Sandra, Julián, Sandra, Julián, Sandra… etc. lo ameno de la redacción no excusa que, en vistazo general, se eche de menos a un Renault Cuatro Latas corriendo a toda pastilla por una urbanización playera mientras suena de fondo una musiquilla de dabadabadá. Exacto: Y es que la novela, en conjunto, parece una película de los años 70 rodada en Torremolinos. O para resumir en metáfora visual, una olla llena de cientos de agujeritos por donde se escapa toda el agua de la historia.

Julián, octogenario, republicano español residente en Buenos Aires y antiguo prisionero en el campo de Mauthausen, regresa a España para concluir su oficio de cazanazis desenmascarando a los miembros de una pequeña colonia radicada en algún punto de la costa mediterránea. Allí es donde conocerá a Sandra, la otra protagonista, muchacha que trata de ordenar su vida pasando unas vacaciones solitarias; su embarazo será la indirecta causa que la lleve a contactar con el grupo de antiguos SS y que la hará nexo entre ellos y Julián. Dicho así, el planteamiento de la novela podría resultar incluso interesante. Así me lo pareció hasta… hasta… hasta la página 20 más o menos, que fue cuando me convencí de que aquello que se presentaba ante mis gafas era una calamidad insostenible.

¿Qué cómo siendo la novela tan mala (créanme, es una novela muy mala) he llegado a concluirla? Pues muy fácil, utilizando un método infalible: Co-mi-fi-cán-do-la. Haciéndola cómica. Esto es, convirtiendo lo pretendidamente serio en un puro disparate por el sencillo medio de cambiar las caras a los protagonistas. Me explico: Si en un principio imaginé que al vejete Julián podría encarnarlo a la perfección el omnipresente actor argentino Federico Luppi, no tardé en cambiarlo por el que fue genial cómico italiano Totò… y si Sandra, la inestable muchacha embarazada, me pareció a las primeras de cambio una de esas actrizuelas de serie televisiva patria, la bifurqué dependiendo la escena, o en la Lina Morgan más casposa de los tiempos del susodicho dabadabadá, o en una pintoresca Gracita Morales con piercings y tatuajes. Fue gracias a este sencillo método como obtuve con la lectura de este engendro grandes dosis de diversión.

Concluida la novela — de la que por mucho que me esfuerce no consigo extraer nada memorable; ni una imagen, ni un personaje, ¡ni una frase!— la pregunta que surge es de las denominada de cajón… ¿cómo que el Premio Nadal fue a parar a…? Bah, bah, no sigamos; no merece la pena.
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miércoles, diciembre 08, 2010

El primo Juan, 70 años. 30 de fiambre.

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Hoy hizo 30 años que a mi primo Juan, el magnífico compositor (pero ¡anda que no hacía/decía gilipolleces la criatura!), le pegaron unos tiros. Bueno, es una historia conocida por todos y no hay que insistir en ella. Para recordarlo en su aniversario, perpetroduzco (del verbo que aúna el perpetrar con el traducir) la letra de una de sus canciones. Se trata de ‘Watching the wheels’, uno de mis temas favoritos y título que siempre encuentro traducido como ‘Mirando las ruedas’, algo a lo que no encuentro sentido. En cambio sí lo tiene considerando las ‘wheels’ como manera familiar de designar las atracciones de feria (‘Big wheel’ es la noria, por ejemplo).

Y es que estas ‘wheels’ (así lo entiendo) no son más que las atracciones, los tiovivos, que conforman con su brillo de oropel y sus lucecitas engañosas el showbusiness musical, lugar al que los amigos de mi primo Juan se empeñaban en devolverlo tras sus muchos años de silencio discográfico.

Aquí el Tubo: “Watching the wheels”

Y aquí -más o menos- la letra para ir olvidándonos del horrísono gritito de 'Imagine', fofavó:

  La gente me dice que estoy loco
haciendo lo que hago
y me da toda clase de consejos
para librarme de la ruina.
Pero cuando les digo que me encuentro bien,
me miran con extrañeza,
que seguro que no soy feliz
desde que me retiré del asunto.


La gente dice que soy un holgazán
y que desperdicio mi vida
y me advierten de todas las formas
para que me espabile
Pero cuando les digo que me gusta
contemplar las sombras en la pared
me dicen que me estoy perdiendo el gran momento
y que no siempre voy a estar en el candelero.

Aquí sentado contemplo cómo
las atracciones giran y giran,
y es que me encanta verlas dar vueltas
aunque ya hace mucho tiempo
que no monto en ese carrusel
porque tuve que dejarlo.

La gente me hace preguntas,
perdidos en su despiste
y les digo que no hay problema,
que lo mío son soluciones.
Pero sacuden la cabeza y me miran
como si me hubiera vuelto loco
Así que les digo que no hay prisa
que sigo aquí sentado haciendo tiempo.


y contemplando cómo
las atracciones giran y giran,
y es que me encanta verlas dar vueltas
aunque ya hace mucho tiempo
que no monto en ese carrusel
porque tuve que dejarlo.
Tuve que dejarlo.
Tuve que dejarlo...
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jueves, diciembre 02, 2010

Damero Mardito, nº 20 (diciembre)

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Conejo's Gate

Nuestro querido amigo y fiel seguidor damerista, Edelmiro Vizuete, nos escribe alborozado anunciándonos que por fin, tras cuatro años en el INEM y ser calificado de parado de alta duración con derecho a uniforme y a portar el Bastón de Isabel II, ha encontrado un empleo. En su caso, en unos grandes almacenes ejerciendo de Papá Noel, de ésos que sientan niños en las rodillas para escuchar sus peticiones y que se fotografían con los mismos si es que los progenitores acceden a apoquinar la pastora correspondiente.

Por todo ello, Edelmiro nos insta a facilitar cuanto antes el Damero de este mes, para llevarlo consigo y entretenerse en su resolución en los tiempos muertos que abundan en un cometido como el que deberá llevar a cabo. También nos comunica que bajo la barrigota simulada con un cojín de gomaespuma, y junto con el Damero y el boli, se proveerá de un chuchillo de los de descuartizar conejos, (Edelmiro trabajó como carnicero en Carrefour) aunque no nos desvela el uso que pueda darle. ¡Criaturitas!
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¿Dónde conseguir el Damero de este mes? Pues como siempre, gratis total, en su kiosco habitual:
El Damero del Vecindiario

Y aquí (¡alunicen! digooo ¡alucinen!) toooodos los Dameros del año:
Anuario Damerístico
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