lunes, noviembre 08, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 14

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Capítulo 14

—¡Jaarl, me maaten! Pobrecica la señorita paya… Cuando la encontramos en la caseta... Le habían dao pol delante y pol detrás...
(del capítulo anterior)

   Un castillo que, poderoso, gozara de la fama de los hombres, para que luego, abandonado y tomado por las zarzas, fuese cayendo en el olvido haciendo de su recuerdo una leyenda, fuera tal vez espléndida metáfora de cómo desembocó todo en el más negro episodio. Nunca más desde entonces se nos dio a contemplar aquella cabellera que fue río de azabache ni el fulgor verde de sus ojos. El coral de su boca, el terciopelo de su mejillas, su ebúrneo cuello, la grácil curvatura de su nuca, la nieve de sus manos... todo, todo, nos fue arrebatado para siempre aquella aciaga mañana, pues oculta quedó Merceditas en la sepultura enorme de la casona. Mas, ¿y don Julián? El arcano que representa la mente humana se resolvió en su caso en un retiro voluntario que lo llevó igualmente a la clausura más extrema, traducida en el tabicado de ventanas y la cerrazón de puertas y postigos.

Vanas fueron las embajadas de don Eusebio, del alcalde, o de las Reverendas Madres Abundinas, pues ni una sola palabra consiguieron de don Julián salvo el pasquín que, para sorpresa de todos, apareció una mañana claveteado en el portón. El mensaje, por breve, no fue menos demoledor: "Hemos muerto". Desde entonces, un grave silencio fue todo cuanto pudimos ofrecer y hasta don Sixto, el teniente, abstúvose de intervenir en respeto a la figura del indiano. El pueblo, fiel reflejo de todo cuanto disponía don Julián, quedó sumido en la tristeza, y los sueños de alcantarillados y ferrocarriles desvaneciéronse para todos como pompas de jabón.

Tampoco nos fue dado el paliativo de la detención de los culpables, pues la intensa búsqueda que se practicó sobre todo el término municipal, amén de la colaboración que se obtuvo de las autoridades provinciales que ampliaron el rastreo a toda la región, no arrojó resultado alguno. Viajeros hubo que confesaron haber visto al "Empañao" disfrazado de trujamán acompañado de un mono de poderes adivinatorios. Otros, en cambio, juraron haberse topado con él en el puerto de Marsella o en el establecimiento de un tallista de diamantes en Amberes , y así lo vieron en tantos lugares y ejerciendo tantos oficios que fuera santo por su don de la ubicuidad. En cambio, de Teresa la Liebre nada se supo, aunque hubo quien sostuvo que los huesos que aparecieron entre los escombros del lupanar de María la de los Ratones, eran los suyos y no los de un macho cabrío como aseguraba don José Puentes, nuestro médico.

Después, el tiempo, se encargó de llevar a cabo su implacable cometido y en el otoño, la caída de las hojas, escena tan evocativa para nosotros los poetas, acompañó a las otras hojas caídas del calendario. Sucediéronse los días y las semanas hasta que tuvimos la certeza de que la clausura absoluta a la que se obligó don Julián sería perpetua. Los alimentos y el carbón que el indiano atesoraba en los sótanos, junto con el agua de las muchas fuentecillas que ornaban los patios, podrían mantener el retiro durante largos años, pero esta seguridad, antes de consolarnos nos hacía estremecer, como los lamentos que en las noches del invierno que luego llegó, surgían fantasmales de la casona: "¡Padre! ¡Padre! ¡Detén este tormento!". Pobre Merceditas, pobre don Julián y pobres todos. La desdicha, irremediable, se había establecido en nuestro pueblo.

El arribo de la primavera fue aquel año recibido con indiferencia. ¿Qué de las caras alegres que antes anunciaban las vísperas de San Abundio, qué de la felicidad de nuestras gentes cuando el pueblo todo ardía en fiestas y sus calles se engalanaban para celebrar a nuestro santo Patrón? No fue difícil acatar la orden del alcalde de suspender los festejos salvo la excepción —oh, inocentes criaturas, felices en su inopia infantil— de las carreras de sacos que se organizaban para la chiquillería. Disimulando ante los pequeñuelos la amargura que representa el vivir, se procuró su contento y si en otras ocasiones cuatro o cinco carreritas componían la justa, aquel año subió su número a más de cincuenta, por lo que las competiciones se alargaban hasta bien entrada la noche.

Fue durante el desarrollo de una de ellas cuando hasta nosotros llegaron las voces de alarma que parecían venir de la calle Real, la misma donde se situaba la casona del indiano. Voces que en un principio sonaban confusas, pero que a medida que se acercaban a la plaza, se hicieron nítidas en terrible exclamación:

—¡Fuego! ¡Fuego en la casa de don Julián!

(Continuará)
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1 comentario:

El Abuelito dijo...

...esto se supera entrega a entrega... ahora toma un giro a lo "Secuestrada de Poitiers"...