viernes, octubre 22, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 8

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Capítulo 8

(—Ezte Aurelio era zobrezaliente y monumentable —díjome cuando me contó el suceso.)
del capítulo anterior.


   Los cantadores grillos y el aroma del jazmín acompañaban el clopclop de los cascos de la yegua que, al paso, llevaba de las riendas un Aurelio “el Empañao” que defendía con el silencio sus cavilaciones. A su lado, Teresa la Liebre administraba zalemas como gotas de éter que le sirvieran para afianzar la voluntad del hombre, pues no sería la primera vez que, fuera del ámbito del lupanar, Aurelio hubiera olvidado sus bravatas. Caminaban y Teresa no perdía momento para aplicar su adobo.

—Amos que salir el Rosalindo con aquello... Eres tú mu hombre pa aguantarle bromas a un manfrodita, Urelio... Y qué calor que hace, galán ¿no ves lo bien que pinta la noche?... Lo que darían muchos por tener la niña a los pies, Urelio...

Llevaba Teresa bajo el brazo el ovillo de dos mantones que de ser la noche día, hubieran mostrado sus colorines abigarrados y chabacanos. En préstamo los había tomado del buhonero para completar su trapisonda y se quitaría el pan de la boca para pagarlos con tal de ver la corona de su triunfo. Llegados a la cancela que daba paso al patio trasero de la casa de don Julián, Teresa la Liebre sacó de la faltriquera una copia de llave que, previsora y ladina, encargó hacer en cuanto entró a servir al indiano. Tras la apertura, que no fue todo lo silenciosa que deseara, ordenó al buhonero ocultarse entre la vegetación utilizando para ello nuevos mimos.

—Qué poco te queda para galoparla, truhán... qué rosa más fresca te vas a llevar, Urelio... Escóndete y que no jalee la yegua que voy a ver si las niñas de las monjas son como me imagino... y no te preocupes que tu Teresa se encarga de tó.

—A ver la que me vas a liar que me traes ciego y con el fuego metido en el cuerpo. Como esté el ricacho dentro te juro que te pincho, serpiente.

—Ay, estos hombres... Estate tranquilo, Urelio, y si no, te najas. ¿Tú te crees que iba yo a irme de la muí donde la María pa decir que a última hora te rajaste, barbián? —zanjó Teresa la Liebre con toda la malicia que pudo.

Entre los mirtos, la punta encendida del cigarro era cuanto se adivinaba de Aurelio “el Empañao”. Ululó el mochuelo y sus ojos amarillos fueron dos planetas nuevos puestos en el cielo nocturno. La yegua, mientras tanto, plácida como la noche, suelta y con hambre de meses, devoraba las lechugas y los pepinos de un huertecillo cercano.

Llamó Teresa a la puerta de atrás y no pasó mucho tiempo hasta ser abierta. Para suerte de la antigua criada, una de las dos muchachas recogidas que aparecieron en el hueco no era otra que la Marijuli, una hija de Narcisa “la Melibea”, pupila del lupanar. Supo aprovechar Teresa la ventaja que se le presentaba en cuanto a la Marijuli se le desvaneció la alarma al reconocerla.

—¡Pues no que es la señá Teresa...! Ay, Señor ¿y qué hace aquí a estas horas y cómo que ha entrao?

—Niña, todavía una es alguien en esta casa... Oye, ¿no eres tú acaso la Marijuli , la hija de la Narcisa? Pues mira, un regalo de su parte venía a traerte a ti y a tu amiga.

—¿Mi madre con regalos? Cá, señá Teresa; algo se traerá en la cabeza esa golfa.

—Así no se habla de una madre, niña...

—¿Ah, no? ¡Pos cómo quiere que hable de la que me metió en el castillo de las brujas!

—Venga, dejadme pasar que traigo prisa y también tengo que ver a la señorita.

No se sorprendió Teresa la Liebre al comprobar que aquellas dos muchachas, como hijas de la lujuria que eran y viéndose libres de la disciplina de las monjitas, habían transformado el cuarto de costura en un verdadero garito de tahúres: las cartas repartidas de una baraja indicaban a las claras que la intempestiva llamada de Teresa había interrumpido el julepe. El humo de dos habanos puestos en un plato de porcelana china a modo de cenicero junto con los efluvios de sendas copas de anís, atosigaban la estancia con los miasmas del vicio. Quedó completo el cuadro en cuanto la fregona desplegó ante los torvos ojos de las dos muchachas los dos mantones. Una algarabía de risotadas recibió las prendas que se arrollaron al cuerpo con maestría de chulaponas, ajustando la una a la otra los flecos y los pliegues en el juego antiguo de la coquetería.

(Continuará)
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1 comentario:

Luis Miguez dijo...

Sapristi, con la Marijuli y su amiga... Pues, ejem, no me las imaginaba así...