miércoles, octubre 20, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 7

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Capítulo 7

( Todos estos términos conociólos Teresa y sabiendo que tan favorable circunstancia difícilmente se repetiría, puso en marcha su máquina infernal).
del capítulo anterior.


   Acodado en el mostrador de zinc, Aurelio “el Empañao” dejaba que unas cuantas coimas lo llenaran de zalamerías mientras bebía ginebra sin recrear el vaso en la mano. El salón del burdel, apenas iluminado por unas lámparas de carburo, era propicio a las fantasmagorías, extrayendo de la clientela dispuesta al fondo fosforescencias azuladas. De allí partían las risas que, un tanto matizadas por un respeto frontero al temor, celebraban las agudezas del buhonero.

—¿Pero es que no hay música en este palacio? —preguntó ácido Aurelio—. Venga, Tío Borrico , vaya usted dándole al manubrio que ya semeja esto el velatorio de la puta de mi madre.

Un viejo que rumiaba la modorra del coñac se incorporó soltando toses perrunas y alzó la lona que cubría un organillo medio desvencijado. Cuando accionó la manivela, el instrumento desgranó un cuplé lleno de mellas que animó a Aurelio a iniciar una danza estrambótica con la Pitusa Dolores, una princesa que no tardó en ofrecer al galán las flores mustias de sus pechos.

Ya tenía Teresa la Liebre preparado su tejemaneje cuando se acercó a Aurelio tras el baile. En el mismo mostrador sucio de rodelas de vinazo fue derramando su veneno de azúcar con la más melosa de sus voces.

—Te tengo un asunto, Urelio. Un clavelito que es el mismo sol y que será tuyo cuando me lo digas.

—¿Nuevo a estrenar o es otro de tus arreglos, Teresa? —ironizó el buhonero en voz alta a la espera de las risas de sus corifeos.

—Tan nuevo que la niña na más que a ti quiere regalar su tesoro —contestó la fregona acariciando con una mano la cintura de Aurelio.

—Y quién es la fulana si puede saberse —preguntó mirando sin ver la pobre botillería de enfrente.

—Pos la misma Merceditas Tárrega... Anda que tienes a la niña que se ahoga en suspiros, ladrón —mintió Teresa.

—¿No es ésa la hija del ricacho?... No me metas en líos que te escucho el cascabel —dijo Aurelio terminando el vaso y pidiendo otro. La nube del ojo se le agrisó como llena de tormenta.

—La misma ¿Acaso te parece poca pieza, Urelio, o es que tienes miedo? —arriesgó Teresa su farol.

—No tengo miedo, víbora. Pero tampoco quiero problemas, que ya entiendo lo que buscas. —El buhonero prendió con mano insegura un caliqueño que terció en su boca a la vez que las conversaciones de alrededor se apagaban al augurarse una apuesta tabernaria . No conseguía Teresa la mirada directa de Aurelio y temió por su envite. Vino a ayudarla la voz de un invertido que partió desde el fondo.

—Ays, Jesús, muy poco hombre me parece a mí el Aurelio —arrojó como un puñal.

En el organillo, que hasta entonces había seguido sonando, se detuvo el descascarilleo de la música. El crujir de los muelles de la navaja que el buhonero empalmó agigantó el silencio. El rostro del pimpollo se congeló en una mueca estúpida.

—A ver si voy a tener que llevarte a la calle y sacarte el mondongo, Rosalindo. A ti y a unos cuantos... —chuleó Aurelio sin quitarse el cigarro de la boca y cerrando despacioso la faca—. Vamos a ver a esa niña, Teresa, que aquí no hay más que sarasas.

—¡Así hablan los machos, Urelio! —animó Teresa sabiendo de su triunfo—. Eso, ámonos de aquí que en prestándome dos chucherías de las tuyas te vas a llevar el virguito por la jeró. Na más que tú puedes esgraciar a esa señoritinga, Urelio.

Cuando ambos se marcharon, el Tío Borrico atacó un pasodoble que celebraron las palmadas de María la de los Ratones animando al baile. Relajado, un cliente echó unas perras en el plato del organillero. Era mi primo Ramoncito María del Valle, el gallego que luego marchó a Méjico, bohemio irredento y cráneo privilegiado que fue testigo de la escena.

—Ezte Aurelio era zobrezaliente y monumentable —díjome cuando me contó el suceso.

(Continuará)
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