viernes, octubre 08, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 2

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Capítulo 2
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"...y tras él se pudo escuchar al caballero que con clara voz de suave acento, dio principio a su mensaje:"
(del capítulo anterior)


     "Dije queridos paisanos y dije bien, pues al igual que vosotros soy hijo de esta tierra. Si hasta ahora no os he comunicado mi identidad es porque quise comprobar que este pueblo aún lleva a gala su tradicional hospitalidad y que la bonhomía de sus gentes sigue siendo legendaria. Así ha sido y por lo tanto, merecéis una explicación acerca de mi persona y de mi presencia en esta villa.

Son muchos los años que han pasado desde mi partida pero tal vez algunos me recordaréis, pues no soy otro que Julianillo el del Zurriago, aquel pastorcillo que guardaba cabras y recogía bellotas para los cerdos. Mi triste condición unida al no tener el amparo de unos padres por quedar huérfano, me determinaron a hacer las Américas, siendo allí tanto mi trabajo y tan propicia mi suerte que en pocos años me vi amo y señor de dos ingenios de azúcar en la provincia de Camagüey además de una extensa hacienda en la que llegaron a trabajar más de doscientos esclavos. Años de esforzada labor sin duda que se tradujeron no sólo en labrarme un porvenir en la industria de la caña sino en la fortuna más que mediana que todo aquello reportó, la cual cuidé de ir acrecentando con negocios tabaqueros y arriesgadas operaciones financieras. Aquellos réditos me permitieron viajar, conocer mundo, y así, os puedo comunicar que he paseado las modernas avenidas de Nueva York y he saboreado las deliciosas noches de París, la ciudad donde los caballeros beben champagne en los zapatos de sus damas..."

Siguió el indiano su discurso mientras en la plaza se acrecentaba el número de oyentes. Entre ellos hubo muchos que, en efecto, reconocieron en aquel hombre del balcón a Julianillo Tárrega, Julianillo el del Zurriago, el hijo del tío Práxedes y de la Eladia, los desgraciados esposos, muertos ambos a causa de las coces que les propinó una borrica a la que trataban de pelar con unas tijeras descomunales. Sabedores de su origen, una corriente de simpatía inundó a la audiencia y un orgullo mal disimulado se mostró en cuantos se declararon antiguos compañeros de juegos y correrías del otrora pastorcillo.

"Pero os puedo asegurar que en ningún momento de aquel tiempo dejé de pensar en mi pueblo. Lejos de que la distancia y los años mitigaran mi nostalgia, ésta se fue acrecentando en tal grado que comencé a pensar en la vuelta desde el momento en que dejé a mis asociados tomar las riendas de unos negocios que ya empezaban a aburrirme. Tras el triste episodio que me llevó a mi actual condición de viudo, sentí que nada me retenía allí y que nada ambicionaba salvo volver al terruño para pasar entre vosotros los muchos o pocos años que me queden de vida y hacer de mi fortuna la vuestra..."

En cuanto se formuló este último deseo, una voz anónima se alzó entre el público:

—¡Viva Julianillo! ¡Viva Julianillo el del Zurri... a...— airadas miradas y carraspeos interrumpieron aquel viva inoportuno haciendo modificar sus términos de inmediato:

—¡Viva don Julián! ¡Viva don Julián Tárrega!—, corrigió finalmente el agazapado ante la aquiescencia de todos y la satisfacción del indiano, que prosiguió diciendo:

"Me acompaña en el regreso Merceditas , el fruto final de mi matrimonio, la hija en quien tengo puestas todas mis complacencias y la esperanza de hacerla persona de bien en la tierra donde nació su padre... No quiero cansaros más, queridos paisanos, y sólo me queda lanzar desde aquí un fraternal abrazo que hago extensivo a todos... He encargado al propietario de la fonda varias arrobas de vino para los caballeros y zarzaparrilla para las señoras y los niños... Estáis todos invitados".

Dicho esto, las gentes congregadas prorrumpieron en nuevos vivas y encendidos aplausos mientras don Julián arrojaba desde el balcón monedas y peladillas como si fuese el padrino de un bautizo y que la grey infantil apresurose a recoger con su acostumbrada alharaca de gritos y coscorrones.

Fue inolvidable la noche que siguió al anuncio de don Julián, pues el señor alcalde, después de ofrecerse al indiano en nombre de toda la corporación municipal, organizó una verbena donde no faltaron los animados bailes al son de dulzainas y tamboriles en tanto se expedían en mostradores sacados a la plaza y de manera gratuita, viandas y caldos tan generosos como sinnúmero. Desbordábase la alegría entre todos y muy especialmente entre los que conseguían estrechar la mano de don Julián o alabarle el encanto de Merceditas, la cual, contagiada por el festivo ambiente, no dejaba de hacer simpatiquísimas monerías bajo la luz de los farolillos venecianos y el estruendo de unos fuegos de artificio que —aunque modestos— iluminaban de rato en rato la negra bóveda del cielo.

(Continuará)
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1 comentario:

Anónimo dijo...

¡Arrebatado me tiene Merceditas, e impaciente por leer las proximas entregas!
Genial iniciativa, que nos devuelve un ápice de los buenos tiempos pasados. ¡Y qué elenco de personajes!