miércoles, octubre 27, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 10

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Capítulo 10

(En la noche oscura, las chispas que del adoquinado arrancaron los cascos de la yegua, fueron las estrellas que faltaban en el cielo.)
del capítulo anterior.


   ¡Oh, alma humana! Albergue de proyectos y de ansias por trascender, cobijo del sueño por permanecer en la memoria de todos, ejecutora de esos impulsos que llevan a que nuestro nombre se asocie a grandes obras. Nada existe comparable a esa superior lucha donde sólo unos pocos son señalados en la victoria. Oh, un alma así —continuó mi amigo B.— era la de don Julián Tárrega; alma cuya impronta y recuerdo sobreviviría a las generaciones.

Sabiéndose triunfador, ¿cabría explicar el entusiasmo que experimentaba todo su ser la mañana en que volvió de su viaje a la capital? Sentíase ufano, gozoso del éxito de aquella comisión que no sólo había conseguido del Gobernador la promesa firme de implantar en nuestro subsuelo una nueva red de alcantarillado, sino que había dado su palabra de considerar nuestro pueblo como apeadero en la futura línea de ferrocarril. Ante la noticia, difícil de asumir por su desmesura, el resto de miembros comisionados —el alcalde, don Artemiso Gaudiel ; don José Puentes , el médico homeópata; y don Lope Molina , el veterinario— no pudieron por menos que enaltecer de nuevo a don Julián, verdadero artífice de aquella ilusión, que gracias a su experiencia como negociante y a sus alusiones a destinar alguna prebenda a las fuerzas políticas de la capital, ya veían formarse en sus caletres una estación a las afueras, raíles tendidos y velocísimas locomotoras, que como heraldos del progreso, harían de nuestro pueblo un referente de los tiempos modernos.

Fue en la misma diligencia donde el indiano recibió por parte de sus compañeros el distingo de bautizar como Mercedes, o tal vez Juliana, la primera locomotora que se fabricara en el pueblo, pues, ah, cuesta tan poco soñar que la excitación llevaba a esos caballeros desde el ferrocarril imaginado a industrias accesorias y, por qué no, a fábricas de humeantes chimeneas. Sin duda, si el transcurso del viaje hubiera durado más tiempo, habrían dado categoría de catedral a la iglesia de San Abundio y empleo de arzobispo a don Eusebio, el párroco.

Por otro lado, ocupaban su tiempo en rememorar los pasados ágapes con que se vieron agasajados en la capital y en celebrar con gran regocijo los pasajes más picantes de la zarzuela libidinosa a la que tuvieron oportunidad de asistir la noche anterior. Era tanto su optimismo que propusieron, con los encendidos lazos de amistad que brinda el compartir experiencias no del todo confesables, el repetir con regularidad escapadas a la ciudad ofreciéndose a costear las mismas el propio don Julián. Con éstas y otras fantásticas ensoñaciones, transcurría el viaje de vuelta y hubieran deseado los caballeros aplicar de inmediato a la diligencia la velocidad del vapor, pues tantas eran sus ganas por llegar al pueblo y hacer partícipes a los vecinos de las buenas noticias.

En efecto, sentíase tan espléndido nuestro hombre que quería hacer extensivo su contento incluso a Teresa la Liebre, perdonando sus tercerías y tornándola de regreso al hogar. Pero ¿y Merceditas? Aquella felicidad debió remover la conciencia del indiano y en aquel ambiente distendido, comunicó a sus compañeros el deseo de retomar las veladas, llenar de nuevo su casa de jóvenes artistas y remediar el retiro de su hija, que en aquel momento de alegría desbordada, antojabasele del todo punto injusto. Sí, poetas, músicos y pintores que dieran nuevo paso a los halagos, todo ello era poco para un don Julián, que henchido de satisfacción, imaginaba su pueblo cruzado por largos trenes y ver que su nombre, el del humilde pastorcillo que fue, quedaría grabado para siempre en la memoria de sus paisanos. Ante aquella imagen, ¿qué podía importar que alguno de esos pollos literatos se enamoriscara de su nena? Ya le pararía los pies en el debido momento.

Finalmente, amenizado el viaje por estos propósitos, esas frivolidades y el canto a coro del número más atrevido de la zarzuela, llegó éste a su fin. Empero, antes del arribo a la plaza Mayor y ya cercanos al pueblo, pudieron los comisionados distinguir con sorpresa la alta columna de humo que parecía surgir de un extremo del caserío. No tuvieron tiempo para hacer cábalas de su origen, pues pronto terminó la diligencia su periplo. Esperaban los caballeros ser recibidos, si no por la Banda Municipal y por balcones engalanados, al menos con expectación o por el interés de los desocupados que a esas horas fatigan las calles, pero en cuanto se apearon del vehículo, comprobaron que nada de eso sucedía y que por el contrario, el movimiento de personas que se observaba era del todo inhabitual. Algo extraordinario ocurría sin duda y entre ellos sembró la alarma las miradas de conmiseración que se dirigían a don Julián y sobre todo, el ridículo atavío de algunos presentes que no parecían sino forzar las fechas carnavalescas. El desasosiego se acrecentó en cuanto los viajeros vieron llegar hasta ellos un grupo, que armado de guadañas, horcas y teas donde el fuego hacía chisporrotear la resina, era encabezado por don Eusebio el párroco y por varias señoras de reconocida militancia en las filas de las Damas Católicas de la Misericordia. Fue una de ellas la que, destacándose tras consultar con el cura, se acercó al indiano para decirle con voz trémula:

—Don Julián, su hija de usted, la señorita Mercedes… ha… ha desaparecido.

(Continuará)
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1 comentario:

El Abuelito dijo...

...desde las ventanas del lupanar, uno de sus clientes más asiduos, Pedro Porcel, atisbaba aquella algarabía, velados sus ojos y hasta su entendimiento por las nubes de tanto coñac trajinado...