viernes, octubre 29, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 11

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Capítulo 11

(—Don Julián, su hija de usted, la señorita Mercedes… ha… ha desaparecido.)
del capítulo anterior.


   Apenas el sol despuntó sobre los tejados provocando el gorjeo de los pajarillos que saludaban al nuevo día, comenzó una jornada, que de intuirla, Apolo detuviera su carro para siempre y así, la noche, como negro velo de luto, habría acompañado mejor la serie de sucesos que luego acontecieron.

Fue en horas tan tempranas cuando dos monjitas Abundinas atravesaron la callejuela que separaba su convento de la mansión de don Julián. Su cometido no era otro que relevar a la pareja de muchachas que habían quedado al cuidado de Merceditas. Escandalizolas mucho que tras llamar al portón las recibiese una pitañosa Marijuli, que bostezante y despeinada, mostraba en sus ojeras la huella indudable de las más torpes actividades. La visión de las Reverendas Madres, que despertábala sin duda de un sueño depravado, hizo que sustituyera sus indolentes gestos por una alteración del ánimo que la llevó a tartamudear, tal fue el terror que se apoderó de su persona. Asustadas también, las monjitas penetraron en la casa hasta toparse con la imagen que mujeres de tan alta virtud no deberían haber visto: el aire viciado por el tabaco, el olor del alcohol que aún emanaba de las copas vertidas sobre la mesa y, sobre todo, el ver a la compañera de Marijuli amodorrada en una otomana y cubierta apenas su desnudez por un mantón floreado, turbaron de tal manera a las monjitas, que tras bajar de las habitaciones superiores sin encontrar rastro alguno de Merceditas, no dudaron en desceñirse las correas de los hábitos para fustigar con la mayor furia a aquellas dos desvergonzadas.

Gritos, ayes y lamentos llenaron la estancia, sin que ningún trozo de piel de las perdidas dejase de ser lacerado por el cuero. Necesitaron de toda su fuerza las Hermanas para arrancar de aquellas hijas de Satanás el secreto de la pasada visita de Teresa la Liebre, desvelado el cual, las maritornes fueron encerradas en la carbonera mientras que ellas, presurosas, se dirigieron de nuevo al convento para dar cumplida información de lo acaecido a la Madre Superiora.

Sufrió mucho Sor Gervasia y a punto estuvo de costarle un síncope tamaña noticia, pero, mujer que no se amilanaba ante las adversidades, decidió llamar a capítulo a don Eusebio y a otras fuerzas vivas, para después del conciliábulo, tratar de remediar la situación con la premura que marcaba el regreso de don Julián. Agitados todos, decidieron encaminarse al lupanar de María la de los Ratones para buscar allí a la culpable del despropósito y a sus posibles cómplices con el sigilo que marcara una delicada gestión. Pero todo aquel movimiento no podía pasar desapercibido, y ya en la calle, la noticia —continuó mi amigo B. con un afortunado símil— corrió con la velocidad con que el fuego discurre por un reguero de pólvora. En poco tiempo, el pequeño grupo que inició la marcha hacia el burdel de María, se fue nutriendo tanto de curiosos como de elementos que ante la gravedad del caso creyeron tener al fin justificación para la destrucción apocalíptica. A todo ello contribuyó la facundia de don Eusebio, que a cada poco deteníase para lanzar ardientes soflamas, las cuales, junto con las consignas de las Damas Católicas de la Misericordia, enaltecieron el ánimo de los congregados hasta la catarsis que finalmente se produjo. Organizada la horda e improvisado el armamento, la distancia se cubrió al paso que marcaron los dos carabineros puestos en vanguardia.

A esas horas todo era silencio en el lupanar. Las allí alojadas, tras una más de sus noches de lujuria, dormían el sueño de la molicie sin que sus pútridos corazones pudieran adivinar que en pocos momentos se encontrarían todas huyendo como conejos por las rastrojeras. Así sucedió, pues el improvisado somatén a poco de derribar la débil puerta de entrada, penetró como tromba en la infame casa solicitando a grandes voces la presencia de Teresa la Liebre. Nada se obtuvo ni nada se obtuviera, pues pudieron constatar todos que ni la pérfida criada ni Merceditas estaban allí, pero llegar a esta conclusión no fue fácil. Antes, los garrotes y hasta las sombrillas de las señoras, hablaron con el convincente lenguaje de los golpes y una a una, las perdidas, con María en primer lugar, recibieron en sus carnes el castigo a tanta sevicia. Ni siquiera el tío Borrico, el viejo organillero, se salvó de la justa ira de la enaltecida tropa, que tras asenderearlo, acabó por arrojarlo al barrizal de una cochiquera.

(Continuará)
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miércoles, octubre 27, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 10

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Capítulo 10

(En la noche oscura, las chispas que del adoquinado arrancaron los cascos de la yegua, fueron las estrellas que faltaban en el cielo.)
del capítulo anterior.


   ¡Oh, alma humana! Albergue de proyectos y de ansias por trascender, cobijo del sueño por permanecer en la memoria de todos, ejecutora de esos impulsos que llevan a que nuestro nombre se asocie a grandes obras. Nada existe comparable a esa superior lucha donde sólo unos pocos son señalados en la victoria. Oh, un alma así —continuó mi amigo B.— era la de don Julián Tárrega; alma cuya impronta y recuerdo sobreviviría a las generaciones.

Sabiéndose triunfador, ¿cabría explicar el entusiasmo que experimentaba todo su ser la mañana en que volvió de su viaje a la capital? Sentíase ufano, gozoso del éxito de aquella comisión que no sólo había conseguido del Gobernador la promesa firme de implantar en nuestro subsuelo una nueva red de alcantarillado, sino que había dado su palabra de considerar nuestro pueblo como apeadero en la futura línea de ferrocarril. Ante la noticia, difícil de asumir por su desmesura, el resto de miembros comisionados —el alcalde, don Artemiso Gaudiel ; don José Puentes , el médico homeópata; y don Lope Molina , el veterinario— no pudieron por menos que enaltecer de nuevo a don Julián, verdadero artífice de aquella ilusión, que gracias a su experiencia como negociante y a sus alusiones a destinar alguna prebenda a las fuerzas políticas de la capital, ya veían formarse en sus caletres una estación a las afueras, raíles tendidos y velocísimas locomotoras, que como heraldos del progreso, harían de nuestro pueblo un referente de los tiempos modernos.

Fue en la misma diligencia donde el indiano recibió por parte de sus compañeros el distingo de bautizar como Mercedes, o tal vez Juliana, la primera locomotora que se fabricara en el pueblo, pues, ah, cuesta tan poco soñar que la excitación llevaba a esos caballeros desde el ferrocarril imaginado a industrias accesorias y, por qué no, a fábricas de humeantes chimeneas. Sin duda, si el transcurso del viaje hubiera durado más tiempo, habrían dado categoría de catedral a la iglesia de San Abundio y empleo de arzobispo a don Eusebio, el párroco.

Por otro lado, ocupaban su tiempo en rememorar los pasados ágapes con que se vieron agasajados en la capital y en celebrar con gran regocijo los pasajes más picantes de la zarzuela libidinosa a la que tuvieron oportunidad de asistir la noche anterior. Era tanto su optimismo que propusieron, con los encendidos lazos de amistad que brinda el compartir experiencias no del todo confesables, el repetir con regularidad escapadas a la ciudad ofreciéndose a costear las mismas el propio don Julián. Con éstas y otras fantásticas ensoñaciones, transcurría el viaje de vuelta y hubieran deseado los caballeros aplicar de inmediato a la diligencia la velocidad del vapor, pues tantas eran sus ganas por llegar al pueblo y hacer partícipes a los vecinos de las buenas noticias.

En efecto, sentíase tan espléndido nuestro hombre que quería hacer extensivo su contento incluso a Teresa la Liebre, perdonando sus tercerías y tornándola de regreso al hogar. Pero ¿y Merceditas? Aquella felicidad debió remover la conciencia del indiano y en aquel ambiente distendido, comunicó a sus compañeros el deseo de retomar las veladas, llenar de nuevo su casa de jóvenes artistas y remediar el retiro de su hija, que en aquel momento de alegría desbordada, antojabasele del todo punto injusto. Sí, poetas, músicos y pintores que dieran nuevo paso a los halagos, todo ello era poco para un don Julián, que henchido de satisfacción, imaginaba su pueblo cruzado por largos trenes y ver que su nombre, el del humilde pastorcillo que fue, quedaría grabado para siempre en la memoria de sus paisanos. Ante aquella imagen, ¿qué podía importar que alguno de esos pollos literatos se enamoriscara de su nena? Ya le pararía los pies en el debido momento.

Finalmente, amenizado el viaje por estos propósitos, esas frivolidades y el canto a coro del número más atrevido de la zarzuela, llegó éste a su fin. Empero, antes del arribo a la plaza Mayor y ya cercanos al pueblo, pudieron los comisionados distinguir con sorpresa la alta columna de humo que parecía surgir de un extremo del caserío. No tuvieron tiempo para hacer cábalas de su origen, pues pronto terminó la diligencia su periplo. Esperaban los caballeros ser recibidos, si no por la Banda Municipal y por balcones engalanados, al menos con expectación o por el interés de los desocupados que a esas horas fatigan las calles, pero en cuanto se apearon del vehículo, comprobaron que nada de eso sucedía y que por el contrario, el movimiento de personas que se observaba era del todo inhabitual. Algo extraordinario ocurría sin duda y entre ellos sembró la alarma las miradas de conmiseración que se dirigían a don Julián y sobre todo, el ridículo atavío de algunos presentes que no parecían sino forzar las fechas carnavalescas. El desasosiego se acrecentó en cuanto los viajeros vieron llegar hasta ellos un grupo, que armado de guadañas, horcas y teas donde el fuego hacía chisporrotear la resina, era encabezado por don Eusebio el párroco y por varias señoras de reconocida militancia en las filas de las Damas Católicas de la Misericordia. Fue una de ellas la que, destacándose tras consultar con el cura, se acercó al indiano para decirle con voz trémula:

—Don Julián, su hija de usted, la señorita Mercedes… ha… ha desaparecido.

(Continuará)
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lunes, octubre 25, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 9

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Capítulo 9

(…ajustando la una a la otra los flecos y los pliegues con el juego antiguo de la coquetería.)
del capítulo anterior.


—¿Y la señorita dónde está? —preguntó Teresa temiendo que el interés de las recogidas por los regalos se desviara al motivo de su visita.

—Pos ahí arriba debe andar la panoli —respondió la otra—, le estará rezando al San Abundio ése o como se llame.

—Pues quedaros aquí que por ella voy. Y punto en boca si no queréis que me chive a las brujas de los hábitos —acabó Teresa guiñando un ojo con complicidad.

—Por mí como si le dan mulé a la rica, fíjese —concluyó la compañera de Marijuli con un gesto soez.

No tuvo que hacer nada Teresa, pues en cuanto aquellas dos diablas se encerraron para continuar su trapicheo, encontrose con la propia Merceditas, que alarmada por el ruido, bajaba las escaleras. Quedó muy sorprendida la joven de ver allí a la que fue su sirvienta, pero tras la incertidumbre inicial se arrojó a sus brazos y le llenó la cara de besos mojados por lágrimas de alegría.

—¡Ay, Teresa, mi Teresita!... ¡cuánto te he echado de menos! —decía Merceditas con sincero contento—. ¡Mira cómo me tiene mi padre, encerrada sin misericordia en esta jaula de oro!... ¡Ay, Teresa, cómo me acuerdo de ti y de aquellos gazpachos que me hacías y de esos pollos en pepitoria a los que tú dabas el punto justo...!

—Quita, quita, locuela, que aquí me tienes, que tu Teresa sabía que no estaba don Julián ni las Madres que te vigilan... y he comprado el silencio de esas dos recogidas trayéndoles unos regalos... —tranquilizaba una afable Teresa.

—¿Regalos? ¿para ellas? ¿y para mí nada traes?

—Para ti traigo las mieles, princesa... Anda, ven conmigo al jardín que vas a ver cosa rica, picaruela.

—¿Salir yo al jardín? Pero... ¿y mi padre, qué dirá si se entera? —preguntó con temor una renuente Merceditas.

—¿Tu padre? Quién sabe dónde estará ahora tu padre... ven, hija, no tengas miedo ¿qué hay de malo en que el aire de la noche avive tu color de rosa, tontina?...

Fue de este modo como la paciencia de Teresa fue venciendo la resistencia que ofrecía la damisela, sustituyendo su pavor por tímidas sonrisas. ¡Padres que forzáis a vuestras hijas, sabed que los candados del encierro nada pueden ante la llave de vuestra ausencia! Del cuarto de costura llegaban voces y susurros que componían las claves del aberrante safismo, práctica que por habitual es más vergonzante si cabe cuando la desarrollan ingratas que desprecian el cobijo y los denuedos de las monjitas.

Cuando finalmente Teresa y Mercedes salieron al jardín, Aurelio “el Empañao” ya llevaba fumados tres o cuatro de sus caliqueños, había canturreado por lo bajini todo su repertorio de fandanguillos y estaba a punto de marcharse. Asustose Merceditas cuando vio aparecer entre el follaje la figura del que se le antojó desconocido, transmitiendo su temor con un apretón de su mano al brazo que ofrecíale Teresa.

—¿Pero te vas a asustar, boba, de “el Empañao”? ¿Acaso no recuerdas sus lindezas? —calmó Teresa pasando la mano por aquella carita de plata.

—Buenas noches tenga usted, señorita —fue todo cuanto acertó a decir el buhonero alzando un poco la gorrilla.

—¿Has visto? —continuó la criada buscando la complicidad del hombre— a este caballero le comenté esta mañana la situación en que te encontrabas y se ofreció a darte un paseo en su yegua. Total, diez minutos que te sabrán a gloria después de tanto encierro, corazón.

—Es muy mansa la bestia, señorita —terció Aurelio aceptando la sugerencia que ofrecía Teresa.

Merceditas, escandalizada por la propuesta y horrorizada por las consecuencias que podría acarrear la loca petición, anegóse en llanto intentando zafarse de las manos de una Teresa que la retenía. Mas, ¿quién podía negarse ante los resabios que desplegó la fregona y sobre todo, a la presencia viril, irresistible y tentadora de un hombre como “el Empañao”? En poco tiempo, aquella unión de trapacerías consiguió hacer mella en el corazón de Merceditas que, bajo promesa de la brevedad del paseo y de la absoluta discreción del mismo, aceptó subir a la yegua con el mínimo acto de rebeldía del que creía ser merecedora. Nunca mejor demostróse que es privilegio de las mujeres el cambiar de opinión aunque sin saber aquella desgraciada que su decisión traería irreparables estigmas.

Finalmente la chiquilla, víctima de la viva imaginación provocada por su aislamiento, dejó ganarse por ensoñaciones románticas y, abrazando la cintura del buhonero, hizo sentir en la grupa la música de su crujiente polisón.

No tardó Teresa la Liebre en palmear las ancas de la jaca para no dejar que el arrepentimiento abriese alguna puerta, a la vez que Aurelio, acuciado también por la prisa y el deseo, espoleó a la montura iniciando el trote que en poco tiempo los alejó calle adelante. No pudo ver Merceditas la sonrisa que como maligno corte transversal, rasgó el rostro de su antigua criada pues por nada del mundo se hubiera girado, descansada como tenía su mejilla en la espalda poderosa del buhonero.

En la noche oscura, las chispas que del adoquinado arrancaron los cascos de la yegua, fueron las estrellas que faltaban en el cielo.

(Continuará)
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viernes, octubre 22, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 8

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Capítulo 8

(—Ezte Aurelio era zobrezaliente y monumentable —díjome cuando me contó el suceso.)
del capítulo anterior.


   Los cantadores grillos y el aroma del jazmín acompañaban el clopclop de los cascos de la yegua que, al paso, llevaba de las riendas un Aurelio “el Empañao” que defendía con el silencio sus cavilaciones. A su lado, Teresa la Liebre administraba zalemas como gotas de éter que le sirvieran para afianzar la voluntad del hombre, pues no sería la primera vez que, fuera del ámbito del lupanar, Aurelio hubiera olvidado sus bravatas. Caminaban y Teresa no perdía momento para aplicar su adobo.

—Amos que salir el Rosalindo con aquello... Eres tú mu hombre pa aguantarle bromas a un manfrodita, Urelio... Y qué calor que hace, galán ¿no ves lo bien que pinta la noche?... Lo que darían muchos por tener la niña a los pies, Urelio...

Llevaba Teresa bajo el brazo el ovillo de dos mantones que de ser la noche día, hubieran mostrado sus colorines abigarrados y chabacanos. En préstamo los había tomado del buhonero para completar su trapisonda y se quitaría el pan de la boca para pagarlos con tal de ver la corona de su triunfo. Llegados a la cancela que daba paso al patio trasero de la casa de don Julián, Teresa la Liebre sacó de la faltriquera una copia de llave que, previsora y ladina, encargó hacer en cuanto entró a servir al indiano. Tras la apertura, que no fue todo lo silenciosa que deseara, ordenó al buhonero ocultarse entre la vegetación utilizando para ello nuevos mimos.

—Qué poco te queda para galoparla, truhán... qué rosa más fresca te vas a llevar, Urelio... Escóndete y que no jalee la yegua que voy a ver si las niñas de las monjas son como me imagino... y no te preocupes que tu Teresa se encarga de tó.

—A ver la que me vas a liar que me traes ciego y con el fuego metido en el cuerpo. Como esté el ricacho dentro te juro que te pincho, serpiente.

—Ay, estos hombres... Estate tranquilo, Urelio, y si no, te najas. ¿Tú te crees que iba yo a irme de la muí donde la María pa decir que a última hora te rajaste, barbián? —zanjó Teresa la Liebre con toda la malicia que pudo.

Entre los mirtos, la punta encendida del cigarro era cuanto se adivinaba de Aurelio “el Empañao”. Ululó el mochuelo y sus ojos amarillos fueron dos planetas nuevos puestos en el cielo nocturno. La yegua, mientras tanto, plácida como la noche, suelta y con hambre de meses, devoraba las lechugas y los pepinos de un huertecillo cercano.

Llamó Teresa a la puerta de atrás y no pasó mucho tiempo hasta ser abierta. Para suerte de la antigua criada, una de las dos muchachas recogidas que aparecieron en el hueco no era otra que la Marijuli, una hija de Narcisa “la Melibea”, pupila del lupanar. Supo aprovechar Teresa la ventaja que se le presentaba en cuanto a la Marijuli se le desvaneció la alarma al reconocerla.

—¡Pues no que es la señá Teresa...! Ay, Señor ¿y qué hace aquí a estas horas y cómo que ha entrao?

—Niña, todavía una es alguien en esta casa... Oye, ¿no eres tú acaso la Marijuli , la hija de la Narcisa? Pues mira, un regalo de su parte venía a traerte a ti y a tu amiga.

—¿Mi madre con regalos? Cá, señá Teresa; algo se traerá en la cabeza esa golfa.

—Así no se habla de una madre, niña...

—¿Ah, no? ¡Pos cómo quiere que hable de la que me metió en el castillo de las brujas!

—Venga, dejadme pasar que traigo prisa y también tengo que ver a la señorita.

No se sorprendió Teresa la Liebre al comprobar que aquellas dos muchachas, como hijas de la lujuria que eran y viéndose libres de la disciplina de las monjitas, habían transformado el cuarto de costura en un verdadero garito de tahúres: las cartas repartidas de una baraja indicaban a las claras que la intempestiva llamada de Teresa había interrumpido el julepe. El humo de dos habanos puestos en un plato de porcelana china a modo de cenicero junto con los efluvios de sendas copas de anís, atosigaban la estancia con los miasmas del vicio. Quedó completo el cuadro en cuanto la fregona desplegó ante los torvos ojos de las dos muchachas los dos mantones. Una algarabía de risotadas recibió las prendas que se arrollaron al cuerpo con maestría de chulaponas, ajustando la una a la otra los flecos y los pliegues en el juego antiguo de la coquetería.

(Continuará)
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miércoles, octubre 20, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 7

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Capítulo 7

( Todos estos términos conociólos Teresa y sabiendo que tan favorable circunstancia difícilmente se repetiría, puso en marcha su máquina infernal).
del capítulo anterior.


   Acodado en el mostrador de zinc, Aurelio “el Empañao” dejaba que unas cuantas coimas lo llenaran de zalamerías mientras bebía ginebra sin recrear el vaso en la mano. El salón del burdel, apenas iluminado por unas lámparas de carburo, era propicio a las fantasmagorías, extrayendo de la clientela dispuesta al fondo fosforescencias azuladas. De allí partían las risas que, un tanto matizadas por un respeto frontero al temor, celebraban las agudezas del buhonero.

—¿Pero es que no hay música en este palacio? —preguntó ácido Aurelio—. Venga, Tío Borrico , vaya usted dándole al manubrio que ya semeja esto el velatorio de la puta de mi madre.

Un viejo que rumiaba la modorra del coñac se incorporó soltando toses perrunas y alzó la lona que cubría un organillo medio desvencijado. Cuando accionó la manivela, el instrumento desgranó un cuplé lleno de mellas que animó a Aurelio a iniciar una danza estrambótica con la Pitusa Dolores, una princesa que no tardó en ofrecer al galán las flores mustias de sus pechos.

Ya tenía Teresa la Liebre preparado su tejemaneje cuando se acercó a Aurelio tras el baile. En el mismo mostrador sucio de rodelas de vinazo fue derramando su veneno de azúcar con la más melosa de sus voces.

—Te tengo un asunto, Urelio. Un clavelito que es el mismo sol y que será tuyo cuando me lo digas.

—¿Nuevo a estrenar o es otro de tus arreglos, Teresa? —ironizó el buhonero en voz alta a la espera de las risas de sus corifeos.

—Tan nuevo que la niña na más que a ti quiere regalar su tesoro —contestó la fregona acariciando con una mano la cintura de Aurelio.

—Y quién es la fulana si puede saberse —preguntó mirando sin ver la pobre botillería de enfrente.

—Pos la misma Merceditas Tárrega... Anda que tienes a la niña que se ahoga en suspiros, ladrón —mintió Teresa.

—¿No es ésa la hija del ricacho?... No me metas en líos que te escucho el cascabel —dijo Aurelio terminando el vaso y pidiendo otro. La nube del ojo se le agrisó como llena de tormenta.

—La misma ¿Acaso te parece poca pieza, Urelio, o es que tienes miedo? —arriesgó Teresa su farol.

—No tengo miedo, víbora. Pero tampoco quiero problemas, que ya entiendo lo que buscas. —El buhonero prendió con mano insegura un caliqueño que terció en su boca a la vez que las conversaciones de alrededor se apagaban al augurarse una apuesta tabernaria . No conseguía Teresa la mirada directa de Aurelio y temió por su envite. Vino a ayudarla la voz de un invertido que partió desde el fondo.

—Ays, Jesús, muy poco hombre me parece a mí el Aurelio —arrojó como un puñal.

En el organillo, que hasta entonces había seguido sonando, se detuvo el descascarilleo de la música. El crujir de los muelles de la navaja que el buhonero empalmó agigantó el silencio. El rostro del pimpollo se congeló en una mueca estúpida.

—A ver si voy a tener que llevarte a la calle y sacarte el mondongo, Rosalindo. A ti y a unos cuantos... —chuleó Aurelio sin quitarse el cigarro de la boca y cerrando despacioso la faca—. Vamos a ver a esa niña, Teresa, que aquí no hay más que sarasas.

—¡Así hablan los machos, Urelio! —animó Teresa sabiendo de su triunfo—. Eso, ámonos de aquí que en prestándome dos chucherías de las tuyas te vas a llevar el virguito por la jeró. Na más que tú puedes esgraciar a esa señoritinga, Urelio.

Cuando ambos se marcharon, el Tío Borrico atacó un pasodoble que celebraron las palmadas de María la de los Ratones animando al baile. Relajado, un cliente echó unas perras en el plato del organillero. Era mi primo Ramoncito María del Valle, el gallego que luego marchó a Méjico, bohemio irredento y cráneo privilegiado que fue testigo de la escena.

—Ezte Aurelio era zobrezaliente y monumentable —díjome cuando me contó el suceso.

(Continuará)
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lunes, octubre 18, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 6

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Capítulo 6

(…fue tramando su venganza a la espera del momento propicio y del instrumento necesario para realizarla.)
del capítulo anterior.

    Sucedió entonces que idos los días invernales, acertó a pasar por el pueblo el elemento que Teresa la Liebre consideraba fundamental en sus maquinaciones; y así fue que una noche, el cacareo de las perdidas, sus precipitados y recargados afeites y la atmósfera del lupanar atufada por los más viles perfumes, fueron prólogo para el recibimiento con que se agasajó a un viejo conocido: Momentos más tarde, bajo el dintel de la puerta principal y forzado el contraluz por la luna, dibujose la negra silueta de Aurelio el Empañao.

Era este Aurelio el Empañao buhonero de oficio, y desde hacía años en el pueblo, la llegada de la primavera no la marcaba tanto la explosión floral como el puntual arribo de su colorista tartana. Alegrábanse las muchachas a la vista de las novedades que, según el buhonero, le eran remitidas desde el mismo París, las mismas que exponía en bateas forradas de papel de seda formando grupos a cuál más atractivo. Bisutería fulgurante, extravagantes aromas, piezas de terciopelo y raso, falsos chantillíes, blondas y bordados de todo tipo, espejos y plumas, peinas de carey y todo aquello que por cuanto caprichoso es anejo a la femenina condición, componían su ambulante hacienda.

Veníale el mal apodo de el Empañao por tener un ojo velado por una nube, mancha láctea que lejos de afearlo y en opinión de las mujeres, dotaba a su mirada de particular majeza. Alto y delgado —que no hay belleza, ¡ay!, en el mucho grosor y la escasa talla— su cuerpo fibroso era flexible como un mimbre al que hacía adoptar posturas de una estudiada masculinidad. Peinaba el buhonero unos aceitosos bucles que azuleaban de tan negros y que enmarcaban su faz morena como si de la efigie de un dios clásico se tratase. Aflamencado y chispeante, sus requiebros a las clientas eran celebrados por las viejas con las risas que provocaba el arrebol de toda cuanta joven se acercaba a comprar sus mercaderías.

Sabedor de los suspiros que arrancaba de los adolescentes pechos y de las miradas lúbricas que encendía en las matronas, no se contentaba Aurelio el Empañao con su simple condición de vendedor sino que acompañaba sus gracias con romances picantes, chascarrillos y la música de una bandurria a la que parecía hacer hablar. Era en suma el buhonero, un chisgarabís que ofrecía con sus baratijas y sus donaires la permanente posibilidad del femenino regocijo.

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La aparición de Aurelio en el infecto antro consideróla Teresa la Liebre como el mayor de los milagros y el mejor augurio para llevar a cabo su proyecto. No en vano recordaba la mujeruca el breve encuentro que en una ocasión tuvo Merceditas una mañana de mercado y cómo la figura del buhonero habíala impresionado. Teresa la Liebre supo enseguida de la debilidad de la chiquilla y de su dulce azoramiento cuando Aurelio le lanzó un piropillo que la hizo estremecer.

—¿Quién era ese hombre que quiso venderme el espejito, Teresa? —preguntó Merceditas cuando ambas regresaron a casa.

—Aurelio el Empañao, hija; lo más garboso que llega al pueblo —contestó la criada con picardía—. Más interesada te vi en su persona que en aquel retal de batista que te mostró luego, corazón...

—Tenía ojos para otra cosa —confesó la niña—, ésa que otros hombres disimulan y que él llevaba a gala...

—Mucho sabes tú para estar con las monjas, picarona —remató una Teresa que, gran conocedora del alma femenina, supo en aquel momento que Merceditas había olvidado de inmediato nuestra corte de poetas enamorados. ¡Oh mujeres, qué razón tenía quien dijo que sois mudables como una pluma al viento!

De aquel recuerdo pudo sacar la antigua criada el mayor partido, pero de nada le hubiera valido si, a su favor, no se hubiera presentado el cúmulo de circunstancias que diéronse cita como en un afortunado lance de naipes.

En efecto, aquella noche don Julián Tárrega se encontraba ausente de nuestro pueblo pues, partícipe de la comisión que se había erigido para solicitar al Gobernador de la provincia no sé qué prebendas en torno al abastecimiento de aguas, llevaba unos días en la capital. Desde el despido de Teresa la Liebre y el alejamiento del zumbador grupo de admiradores a causa de su intensa vigilancia, don Julián se mostró algo más tranquilo aunque sus maneras confiables y su llaneza de trato con todos no volvieron a ser las mismas. Instalados en su rostro los cien ojos escrutadores de un nuevo Argos, el indiano hubo de aceptar en su propia casa la oferta celadora de las monjitas Abundinas a cambio de su promesa de restaurar las sillas y la crestería del coro, joya nacional de la ebanistería barroca.

Día y noche, unas parejas de Hermanas se relevaban para mantener a Merceditas al buen recaudo solicitado por el padre; pero el diablo, que nunca está quieto y que todo lo enreda, como dijo nuestro clásico, dispuso que en aquella noche de la ausencia paterna, la misma en que Aurelio el Empañao cruzó el umbral de la casa de María la de los Ratones, la congregación monjil celebrase una novena en loor de San Abundio —patrón del pueblo— y que por tanto, la vigilancia de Merceditas fuera encargada transitoriamente a un par de esas muchachas recogidas en el convento por la caridad de las Reverendas Madres. Todos estos términos conociólos Teresa y sabiendo que tan favorable circunstancia difícilmente se repetiría, puso en marcha su máquina infernal.

(Continuará)
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viernes, octubre 15, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 5

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Capítulo 5
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(… y hasta ella llegaba el tañer de una guitarra que acompañaba a alguna triste endecha.)
del capítulo anterior.

  Comprobando la imposibilidad de detener aquel revuelo de galanes, fue el mismo don Julián quien sustituyó como vigilante a Teresa la Liebre en las salidas de Merceditas, amenazando con su bastón a todo cuanto sospechoso de poeta asomaba por las esquinas. Hizo también que Merceditas pasase a ocupar una alcoba interior de la casa para evitar las serenatas, escatimó horarios de paseos y cercenó cuanto pudo las posibilidades de ver a la niña en la calle como un avaro que escondiera su tesoro en la más profunda sima. No fueron ajenos a esta actitud de don Julián las principales cabezas del pueblo, progenitores muchos de varios miembros del enjambre, que creyeron ver en nosotros incomodidad para que el indiano continuara invirtiendo su capital y entreteniendo sus caudales en interesados negocios, por lo que nuevos enemigos se sumaron a nuestras ansias de amor.

Ciertamente don Julián fue perdiendo por semanas aquella cordialidad que para todos había tenido, hasta que un negro episodio vino a agriarle el carácter de manera definitiva. No fue otro que sorprender a la que creía fidelísima Teresa la Liebre, haciéndole llegar a Merceditas un pliego de ardorosas rimas. A la pobre mujeruca no le sirvieron los llantos ni el postrarse de rodillas ante su amo, que como un Júpiter iracundo arrojola a la calle sin más bienes que un hatillo de ropas viejas y Micifuz , el gato de la familia.

¡Oh, Fortuna, cuán alocado es el correr de tu rueda! Sola, contrita, confundida, sin ningún lugar adonde ir —pues su humilde chozo había sido derribado en cuanto entró a servir a don Julián—, y sin que nadie le ofreciera refugio por miedo a descontentar al indiano, no tuvo más remedio Teresa la Liebre que dar con sus huesos en el lupanar que a las afueras del pueblo regentaba María la de los Ratones, una mujerona que le dio final cobijo, aunque antes, por apodarse ‘la de los Ratones’ su nueva ama, Teresa se vio obligada a deshacerse del gato.

Perdida toda confianza, redobló entonces don Julián su custodia, y apostando espías y contratando confidentes, trató por todos los medios que ningún boquirrubio alcanzase a Merceditas, su vida, su más preciada alhaja, su razón de ser... Ah, vano afán, pues los acontecimientos que más tarde llegaron a precipitarse dejaron a los versos y las canzonettas a la altura de un inocuo juego de imberbes. ¿Pudo suponer don Julián que la semilla de rencor que depositó en Teresa la Liebre germinaría luego con tanto vigor? De saberlo, hubiérase cuidado mucho del castigo infligido a la criada, la cual, allá en la casilla infame, alimentaba al monstruo del odio con la paciencia de la que espera obtener de una ponzoñosa planta el fruto dulcísimo de la venganza.
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El vergonzante negocio que dirigía María la de los Ratones no había dejado de ser objeto de las airadas protestas que, con don Eusebio, el párroco, a la cabeza, protagonizaba el grupo de Damas Católicas. Pero a pesar de las ya añejas promesas del alcalde, el lupanar seguía en pie, intocable como los incómodos secretos que guarda un cerrado cofre. Dábanse allí cita pollos calaveras de las mejores familias y caballeros distinguidos que aún a riesgo de su respetabilidad y la mancilla de su honor, no dudaban del trato con María en cuanto ésta anunciaba una nueva adquisición.

Fue allí —continuó mi amigo B.— donde Teresa la Liebre encontró acomodo y algunos reales como pobre sueldo a su labor de fregona, no faltándole en cuanto lo pedía, el vaso de aguardiente que la ayudaba a engrandecer su inquina. Soñaba Teresa con que el desgraciado vuelco de su destino lo sufriera también don Julián y donde más dolor causárale, así que mientras en las orgiásticas noches de la mancebía las mujerzuelas y sus queridos se entregaban a los impúdicos bailes y al desenfreno de la carne, Teresa la Liebre, entre subidas y bajadas por las escaleras transportando palanganas con agua y jabón, fue tramando su venganza a la espera del momento propicio y del instrumento necesario para realizarla.

(Continuará)
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miércoles, octubre 13, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 4

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Capítulo 4
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(…atemperaban el carácter levantisco de las muchachas, tan proclives en esa edad a rendirse a los embelecos del amor.)
del capítulo anterior.

     Las formas cordiales de ambos reflejáronse también en el hogar, ya que don Julián, a partir de que Merceditas alcanzó los años adecuados, se encargó de organizar recepciones que se nutrían no sólo por miembros de familias distinguidas y principales sino por jovencitos que, al reclamo de protector de las artes del anfitrión, daban en entonar versos o en declamar desgarradas escenas dramáticas con la misma frecuencia con que trasegaban copitas de oporto y croquetas de ave. También el músico encontraba refugio en el piano para estrenar sonatas que amenizaban las veladas y hacían más dulces aún los postres que, abundantes y salpicados de ingredientes caribeños, repartía la fiel Teresa la Liebre en bandejas de cincelada plata que valieran un Potosí.

Como no podía ser de otra forma, una gran parte de aquellas obras que se presentaban en las reuniones dirigíanse a Merceditas , la nena que sin apenas darnos cuenta se había convertido en una señorita por la que empezábamos a suspirar de amor. Pero esta bienvenida a los jóvenes artistas del lugar provocó que aquellos jueves —los días en que don Julián disponía las veladas— se trasformaran en un inacabable elogio a la damisela en forma de poemas arrebatados y lánguidas piezas que por sus títulos comenzaron a amoscar al indiano, que creyó encontrar en tanta desatada creatividad un asunto de cobistas y de futuros cazadotes.

Debo reconocer —continuó relatando mi amigo B.— que yo mismo fui uno de los expulsados del salón el aciago jueves en que, para sorpresa de todos, don Julián montó en cólera a la vista de los estrenos que presentamos aquella noche. Titulé mi oda de más de cien alejandrinos "A una ingrata", mientras que Pedro Porcel , el ahora insigne dramaturgo, confeccionó unas escenas galantes bajo el título de "Si tú me hicieras mercedes, Mercedes" que leyó mientras que Manolito Espinosa, el que luego fue desaprovechado talento musical, interpretaba al piano su sonatina "Noches sin ti, Merceditas".

Tal abuso de rimas y notas dirigidas a la señorita, considerado por don Julián como una intolerable desfachatez, dio pie al ucase con que el indiano, ante la sorpresa del resto de invitados, nos conminó a abandonar su domicilio, y tras orden dada a Teresa la Liebre para regresarnos nuestras chalinas y sombreros de jóvenes artistas, vímonos de patitas en la calle.

Desde entonces comprendimos que Merceditas, aquella niña que años antes había bajado de una diligencia admirándonos a todos con su belleza, pasaba a convertirse en un anhelo imposible, tanto fue el celo que desplegó don Julián en guardarla. Mas ¿existe algún mortal que crea que las trabas al amor son insoslayables? Lejos de eso, si don Julián clausuró sus soirées artísticas, no cejamos en nuestros ímpetus de enamorados y, fabricantes de mil argucias, algunos arriesgados logramos depositar en las manos de la ninfa billetes de versos cuando, protegida por Teresa la Liebre, dirigíanse ambas al mercado. Otros, más afortunados, llegaron a arrancar una sonrisa o el fulgor de una mirada a la chiquilla cuando al reclamo del frescor de la noche, ésta se asomaba por la ventana y hasta ella llegaba el tañer de una guitarra que acompañaba a alguna triste endecha.

(Continuará)
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lunes, octubre 11, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 3

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Capítulo 3
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“…a pesar del estruendo de unos fuegos de artificio que —aunque modestos— iluminaban de rato en rato la negra bóveda del cielo.”
(del capítulo anterior)


     "Sucedíanse las semanas y los meses —continuó diciendo mi amigo B.— con la placidez que marcan los ritmos de la naturaleza, hasta que la presencia de don Julián y su hija no sólo dejó de ser objeto de curiosidad sino que el indiano, a poco de comprar y establecerse en una de las mejores casas solariegas llevándose como criada a Teresa la Liebre , una mujeruca algo pariente suyo, se fue convirtiendo en una de nuestras fuerzas vivas y, sin duda, en el más prestigioso personaje del vecindario. La inversión de su dinero, su asesoría técnica y sus atinados consejos sirvieron a los munícipes para adecentar calles, poner de nuevo en funcionamiento el reloj del Ayuntamiento e incluso comenzar el trazado de un parquecillo en el que se tenía proyectada una glorieta que llevaría el nombre de nuestro benefactor.

Por otro lado, don Julián no puso reparos en su nombradía de hijo predilecto, aceptando por demás el hacerse socio del Casino y miembro activísimo de la Sociedad Económica de Amigos del País y aunque renuente a formar parte de la Cofradía del Santísimo Cristo del Mechón y a participar en las tómbolas y roperos que organizaba el grupo de Damas Católicas de la Misericordia , no negó su espléndido óbolo para reparar la torre de la iglesia, verdadera joya de la arquitectura románica que era y es orgullo de todos los vecinos y asombro de los eruditos. Por todo ello, don Eusebio , el señor párroco de San Abundio, no perdía momento para comentar: "Es un herejote, sí... pero un sol de hombre", acompañando la frase de una seráfica sonrisa y manos enlazadas sobre el pecho.

Tampoco quiso don Julián mezclarse en asuntos políticos, desestimando las muchas llamadas que le llegaron desde todas las corrientes e incluso declinando el ofrecimiento que la abnegada generosidad de nuestros gobernantes mostró por hacerlo diputado de alguna de las provincias de ultramar. No tenía nuestro hombre apetito alguno por las bicocas políticas pues como dijo, quería ser amigo de todos, y era así que frecuentaba por igual el Círculo Liberal que la Junta Conservadora y en la misma medida, el Casino, verdadero segundo hogar donde dejaba transcurrir el tiempo entre enconadas partidas de dominó, lectura de diarios y amenas tertulias que se animaban los días de su onomástica y de su hija con las barriquillas de añejo ron que le llegaban desde Cuba.

Por todo lo demás, el discurrir de don Julián transcurría por los caminos de la austeridad y la vida higiénica y, aunque alejado de los cánones de un atleta, no era raro encontrarlo en la ribera practicando sanos ejercicios con la única compañía de Merceditas que, reidora, aceptaba volatines y dulces galopes a lomos de su padre, imagen que mostraba sin duda que era la chiquilla objeto de veneración.

Y es que en aquella azucena que se educaba —como única excepción que don Julián hizo al estamento eclesial—, en el colegio de las Reverendas Madres Abundinas, dábanse cita no sólo los extremos de la belleza y la discreción sino la disposición natural para congeniar con todas sus compañeras y amigas sin provocar envidias. Aplicada en sus labores y provechosa de todas cuantas enseñanzas recibía de las monjitas, desarrolló la niña una extrema habilidad para el bordado, el solfeo y la lengua francesa, no viendo con malos ojos don Julián su afición por la lectura de vidas de santos, Historia Sagrada y otros libros piadosos, pues juzgaba el indiano que estas materias ornaban al sexo débil y atemperaban el carácter levantisco de las muchachas, tan proclives en esa edad a rendirse a los embelecos del amor.

(Continuará)
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viernes, octubre 08, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 2

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Capítulo 2
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"...y tras él se pudo escuchar al caballero que con clara voz de suave acento, dio principio a su mensaje:"
(del capítulo anterior)


     "Dije queridos paisanos y dije bien, pues al igual que vosotros soy hijo de esta tierra. Si hasta ahora no os he comunicado mi identidad es porque quise comprobar que este pueblo aún lleva a gala su tradicional hospitalidad y que la bonhomía de sus gentes sigue siendo legendaria. Así ha sido y por lo tanto, merecéis una explicación acerca de mi persona y de mi presencia en esta villa.

Son muchos los años que han pasado desde mi partida pero tal vez algunos me recordaréis, pues no soy otro que Julianillo el del Zurriago, aquel pastorcillo que guardaba cabras y recogía bellotas para los cerdos. Mi triste condición unida al no tener el amparo de unos padres por quedar huérfano, me determinaron a hacer las Américas, siendo allí tanto mi trabajo y tan propicia mi suerte que en pocos años me vi amo y señor de dos ingenios de azúcar en la provincia de Camagüey además de una extensa hacienda en la que llegaron a trabajar más de doscientos esclavos. Años de esforzada labor sin duda que se tradujeron no sólo en labrarme un porvenir en la industria de la caña sino en la fortuna más que mediana que todo aquello reportó, la cual cuidé de ir acrecentando con negocios tabaqueros y arriesgadas operaciones financieras. Aquellos réditos me permitieron viajar, conocer mundo, y así, os puedo comunicar que he paseado las modernas avenidas de Nueva York y he saboreado las deliciosas noches de París, la ciudad donde los caballeros beben champagne en los zapatos de sus damas..."

Siguió el indiano su discurso mientras en la plaza se acrecentaba el número de oyentes. Entre ellos hubo muchos que, en efecto, reconocieron en aquel hombre del balcón a Julianillo Tárrega, Julianillo el del Zurriago, el hijo del tío Práxedes y de la Eladia, los desgraciados esposos, muertos ambos a causa de las coces que les propinó una borrica a la que trataban de pelar con unas tijeras descomunales. Sabedores de su origen, una corriente de simpatía inundó a la audiencia y un orgullo mal disimulado se mostró en cuantos se declararon antiguos compañeros de juegos y correrías del otrora pastorcillo.

"Pero os puedo asegurar que en ningún momento de aquel tiempo dejé de pensar en mi pueblo. Lejos de que la distancia y los años mitigaran mi nostalgia, ésta se fue acrecentando en tal grado que comencé a pensar en la vuelta desde el momento en que dejé a mis asociados tomar las riendas de unos negocios que ya empezaban a aburrirme. Tras el triste episodio que me llevó a mi actual condición de viudo, sentí que nada me retenía allí y que nada ambicionaba salvo volver al terruño para pasar entre vosotros los muchos o pocos años que me queden de vida y hacer de mi fortuna la vuestra..."

En cuanto se formuló este último deseo, una voz anónima se alzó entre el público:

—¡Viva Julianillo! ¡Viva Julianillo el del Zurri... a...— airadas miradas y carraspeos interrumpieron aquel viva inoportuno haciendo modificar sus términos de inmediato:

—¡Viva don Julián! ¡Viva don Julián Tárrega!—, corrigió finalmente el agazapado ante la aquiescencia de todos y la satisfacción del indiano, que prosiguió diciendo:

"Me acompaña en el regreso Merceditas , el fruto final de mi matrimonio, la hija en quien tengo puestas todas mis complacencias y la esperanza de hacerla persona de bien en la tierra donde nació su padre... No quiero cansaros más, queridos paisanos, y sólo me queda lanzar desde aquí un fraternal abrazo que hago extensivo a todos... He encargado al propietario de la fonda varias arrobas de vino para los caballeros y zarzaparrilla para las señoras y los niños... Estáis todos invitados".

Dicho esto, las gentes congregadas prorrumpieron en nuevos vivas y encendidos aplausos mientras don Julián arrojaba desde el balcón monedas y peladillas como si fuese el padrino de un bautizo y que la grey infantil apresurose a recoger con su acostumbrada alharaca de gritos y coscorrones.

Fue inolvidable la noche que siguió al anuncio de don Julián, pues el señor alcalde, después de ofrecerse al indiano en nombre de toda la corporación municipal, organizó una verbena donde no faltaron los animados bailes al son de dulzainas y tamboriles en tanto se expedían en mostradores sacados a la plaza y de manera gratuita, viandas y caldos tan generosos como sinnúmero. Desbordábase la alegría entre todos y muy especialmente entre los que conseguían estrechar la mano de don Julián o alabarle el encanto de Merceditas, la cual, contagiada por el festivo ambiente, no dejaba de hacer simpatiquísimas monerías bajo la luz de los farolillos venecianos y el estruendo de unos fuegos de artificio que —aunque modestos— iluminaban de rato en rato la negra bóveda del cielo.

(Continuará)
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miércoles, octubre 06, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 1

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Capítulo 1



      Desleíanse las nubes de la tarde en los delicados malvas, rosas y anaranjados que como despedida al día, arrancaban los últimos rayos del sol, siendo así que el cielo todo, henchido de fantásticas irisaciones, ofrecía el oriente de la perla más fabulosa. Sólo el vuelo rectilíneo de los piadores vencejos rasgaba aquel prodigioso escenario como si un telón de moaré fuese herido por cien cuchillas oscuras a las que el tornasolado lubricán pusiera punto justo de contraste.

Fuera por la tibieza del aire o por lo ameno del paisaje, decidimos mi amigo B. y yo continuar aquella senda que desde las más extremas callejas del pueblo nos había llevado hasta los muros del camposanto . Lejos de que aquel recinto despertara inquietud en nosotros, la fragancia de las madreselvas que tapizaban el cancel de entrada, invitaba a franquearlo y a continuar el paseo ceñidos luego por la silenciosa compañía de los panteones y las tumbas.

Así lo hicimos, y presto, la lectura de epitafios fue separando nuestro caminar en la medida que la soledad es necesaria para meditar en la fugacidad de la vida y en cómo los mármoles tallados y el afilado ciprés eran final reflejo de las pompas mundanas. Bajo aquellas lápidas, la tierra cobijaba y aunaba al avaro y al pródigo, al menesteroso y al hacendado, al casto y al lujurioso; la podredumbre no hacía distingos y cercenados por la guadaña, el reposo era igual para todos. La vanidad, la codicia, el deseo ¿encontraban acaso premio ahora en el negror de las fosas? Qué de las veleidades humanas, qué de las mieles del amor, qué del fuego de la juventud, qué del ingrato comején del odio... Cuánto lamenté entonces no haber sido poeta para verter mis originales pensamientos en rimas tenebrosas.

Fueron muchas mis preguntas y mucha la desazón que obtuvo mi mente al formularlas y fue entonces que sacome de mis zozobras la llamada de mi amigo B. que, retirado en un extremo, permanecía ante una lápida con el fruncido ceño del que rescata un triste recuerdo.

Mercedes. Merceditas Tárrega —acertó a decir cuando me acerqué a él.

—¿Merceditas Tárrega? —pregunté yo suavemente para no extraerlo de su concentración.

Sí... Merceditas Tárrega... La pobre Merceditas Tárrega —repitió con lúgubre acento.

—¿Merceditas Tárrega? —volví a inquirir interesado.

—¡¡Sí, cojones, Merceditas Tárrega!! —respondió airado señalando la tumba.

En efecto; sobre una sencilla losa de granito , el nombre de Mercedes Tárrega Rocamador aparecía labrado junto a un crucifijo de bronce y las fechas que databan nacimiento y muerte de la que consideré desdichada, tal era la cercanía de las cifras. Mi condición de forastero —como invitado pasaba unos días de asueto en la casa de B.— unida a mi curiosidad, llevome a interesarme por la infeliz que ante nosotros se encontraba, siendo en ese momento que un palomo (o tórtolo) que emprendió el vuelo de entre los cipreses soltó su excrementicia carga sobre la lápida provocando un manchurrón de tal calibre que ocultó por completo la g del apellido de la finada. Mi amigo, furioso por la ignominia, agitó un puño amenazante a las alturas y clamó con voz cavernosa:

—¡¿Ni siquiera vosotras, aves del cielo, vais a respetarla?!

Pero en cuanto acabó la frase, un segundo palomo (o tórtolo) imitó al primero haciendo que su evacuación acertara plenamente en el ojo derecho de mi amigo, provocándole terribles ayes a causa del escozor. Irritado, ciego, apenas acertó a tomar el pañuelo de hierbas que le acercaba para que enjugase aquella vergüenza que nos dejó mudos. Corrido y con el ojo de la color de un tomate, guardó su ira ayudándose de profundas inspiraciones, y tras santiguarse ante la tumba con ademanes sombríos, terció su capa y se cubrió de nuevo con el chambergo. Tomome luego del brazo y emprendiendo el regreso a la villa de P., dio comienzo a una de las historias más sobrecogedoras que hayan llegado a mis oídos.

Ahora que la transcribo, aún tiembla mi mano por el horror.

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     "Debo retrotraerme a algunos años —comenzó diciendo mi amigo—. Exactamente a la mañana de otoño en que un desconocido se apeó de la diligencia que cada martes llegaba a nuestra plaza Mayor. Era la figura del caballero por todo exótica, en cuanto asemejábase —como así resultó ser luego— a la de un indiano que regresara de ultramar. La piel tostada por los soles antillanos era de un tono dorado, muy alejado de la mate quemazón de nuestros labradores. Fornido y de luenga barba negra, el caballero tenía algo de coloso, vestido como iba con un traje blanco de esos que liquis se han dado en llamar, y tocado con un sombrero de amplias alas del mismo color. Ayudábase en su caminar por un bastón de ébano con empuñadura de plata que devolvía, argénteos, los reflejos del sol. Para completar el dibujo, su vientre lo cruzaba una leontina de eslabones de oro preñado de esmeraldas, cualquiera de los cuales hubiera bastado para comprar muchas fanegas de tierra.

Bajó tras él una niña de unos doce años, ataviada con tantas sedas y dijes que era toda tal un ascua de luz por donde sobresalía una carita que los querubines de la gloria hubieran envidiado. El caballero la tomó gentilmente de la mano y dando algunas órdenes al cochero, dirigió luego sus pasos hacia la cantina para tomar un refrigerio. El corrillo que acostumbran a formar los curiosos para recibir a los viajeros que cada semana arriban al pueblo, tuvo en esta ocasión motivo para las habladurías, levantadas no sólo por la llegada del misterioso forastero y la niña sino por las decenas de maletas, baúles, sombrereras y cajas que componían su equipaje, y que tras su descarga fueron llevadas tras ellos y puntualmente a la posada.

Transcurrieron días donde todo el tiempo de los vecinos estuvo dedicado a las indagaciones y a aventurar hipótesis que desvelaran el origen del viajero y de la niña. Sabedor de los comentarios que provocaba en cuanto abandonaba su alojamiento para llevar a la pequeña a pasear por la Alameda de las Monjas y que los saludos cordiales a cuantos se cruzaban con ellos y las amables palabras dedicadas a las damas que se interesaban por la nena, no eran suficientes para calmar los murmullos que tras ellos se alzaban como el polvo, decidió terminar con los comentarios del modo más práctico.

Fue así que una tarde apareció en el balcón principal de la fonda y a la voz de "¡Queridos paisanos quiero deciros algo!" consiguió reunir a varias docenas de personas entre las que se encontraban nuestro mismo señor alcalde y don Sixto , aquél que fue durante tantos años teniente de Carabineros de nuestro puesto. Una vez creada la expectación tanto por el anuncio como por llamar paisanos a los reunidos, ésta atrajo al silencio y tras él se pudo escuchar al caballero que con clara voz de suave acento, dio principio a su mensaje:

(Continuará)
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lunes, octubre 04, 2010

Aviso a nuestros distinguidos lectores

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¡Atención, queridas criaturas!: Les rogamos se mantengan atentos a su blog favorito porque el próximo miércoles, D. m., aparecerá en esta su pantalla de Uds., el primer capítulo de la historia que ha conmovido los corazones más duros y ha hecho brotar las lágrimas de los ojos más deshidratados:


    ¡…El amor de un padre abnegado!

        ¡…Las desdichas de una hija imprudente!

            ¡…Las bajas pasiones de unos desalmados!

                ¡…Ingredientes todos que se dan cita ennnnnnn!:


MERCEDITAS, LA HIJA DEL INDIANO


Un folletín por entregas e ilustrado que hará que recupere Ud. ese gozo que creía perdido por la alta literatura. Una obra cuya lectura supondrá un imperecedero recuerdo y que ¡además! podrá coleccionar en formato pdf y atesorar en su biblioteca electrónica, haciéndola envidia de familiares y vecinos. ¡No se la pierda!


    ¡…Intriga, misterio y lujuria a puntapala!

        ¡…Vicio y depravación!

            ¡…Desgracias a porrillo!

                ¡…En cinco palabras y una coma!:


MERCEDITAS, LA HIJA DEL INDIANO

¡El primer folletín interactivo!
El próximo miércoles en esta pantalla.

viernes, octubre 01, 2010

Damero Maldito, nº 18 (octubre)

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Matar a un ruiseñor

A Regino Casamata —poeta intermitente—, en cuanto el mes de octubre asomaba la patita por debajo del calendario, el corazón se le agitaba como un gorrioncillo preso, y se entregaba a un nervioso refregar de manos y a un incesante deambular por los pasillos de su casa que ni siquiera su mamá (la señora Juliana), gran admiradora de su obra, conseguía calmar con tisanas de tila. ¿Y todo por qué? Muy sencillo. Tal desasosiego la producía el deseo de ver caer de un árbol la primera hoja otoñal y poder así, con toda el alma, darse a la ejecución de ripios sinnúmero...


...No hay duda de que el bueno de Regino desconocía la existencia de estos Dameros mensuales que tanto le hubieran ayudado a amenizar la espera. ¿Comprenden ahora cuánta es la suerte que tienen Uds.? Pues sepan aprovecharla y consigan aquí su gratuito ejemplar: El Damero de Vecind(i)ario
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