lunes, noviembre 30, 2009

Warts (Verrugas)


Nada hay tan triste como ver llorar a un niño que ha perdido su verruga. (Siempre imagino la escena con la banda sonora de Verano del 42 como fondo). Es un llanto sordo, similar al que emiten los tucanes cuando les roban sus polluelos. ¡Apiadaos de estos niños, por favor!

Aquél fue un niño al que una verruga en la punta de la nariz desgració la infancia. Mil veces la quitaron y mil veces volvió a renacer, como si sus raíces se hundieran en la tierna carne hasta formar una red que ocupara todo el rostro. Inexpugnable a toda clase de específicos, sólo la pericia del doctor Nogales acabó con ella para siempre, pero dejando el estigma de una inclemente cicatriz. ¡Llegó la electricidad!

La pica sobre la nariz electrocutando la excrecencia. Las manos del niño sobre la almohadilla de goma que actuaba como aislante y el olor de la carne quemada. Y el olor de la brillantina del doctor Nogales. Y el olor de la laca de la madre.

Pero antes, las uñas y su labor de zapa. El placer considerable de desmigarla, porque una verruga no es más que una miguita de pan duro (la del niño, unida a la nariz por un corto filamento). Con qué placer le llegaba el sueño entre esa hipnosis de las uñas. En privado.

En público era otra cosa; motivo de chacota o misericordia. Huuy, qué verruguita tan graciosa. Y para colmo, en el programa infantil de la radio el Enano Saltarín también lucía en la punta del narizón una verruga donde se concentraban sus maldades (verruga que posteriormente, era reventada a martillazos por el Hada Buena). ¿Y el fútbol?

Cualquier deporte que se practique con el concurso de un balón es un peligro para el niño verrugoso. Los balones cercenan como cuchillos. Y aquí el patadón de Josemari, la pelota que emprende su raudo vuelo arrastrando en su caída el perfil del niño. El llanto a cuatro patas, palpando el suelo con las manos como quien busca una lentilla. ¿No lo dije antes? Triste espectáculo ver al niño enmoquecido aullando por su pérdida irreparable.

Pero volvió una hermanita a la ceja. Llegó de improviso, como uno de esos familiares que regresan de Australia con los bolsillos agujereados. ¿Otra vez el doctor Nogales y sus chapuzas? ¡No y no y mil veces no! Le aterró el proyecto de la madre para paliar los efectos de la electricidad. Proponía que tras el aseo matutino, rellenase el hueco calvo de la ceja con unos toques de rotulador marrón. Un Carioca reconvertido en Margaret Astor. Todo lo que le quedaba de vida portando un rotulador. Por si acaso.

En dos noches se solucionó la cuestión. Sobre la almohada, un polvillo orgánico. El mismo que aparecía entre sus uñas.

© Sap.
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viernes, noviembre 27, 2009

Movilgrafías: Decisiones


Me pregunto qué razones —acaso poderosas— llevan a un individuo a tomar la decisión de disfrazarse de canario. Y más en concreto, de canario Piolín, como en este ejemplo de movilgrafía.

Lo que maravilla no es el hecho en sí; acto que puede calificarse de simple gilipollez, sino que el mecanismo de la decisión, esto es, dar una solución o emitir juicio definitivo sobre un asunto, sea EXACTAMENTE IGUAL, tanto para disfrazarse de canario como para determinar la profesión que queremos seguir, elegir un ataúd adecuado, un modelo de pantalón o decidir viajar a Teruel.

miércoles, noviembre 25, 2009

La ceremonia del té


Todas las tardes, de lunes a jueves, tomo una taza de té. Té negro, té verde o té rojo, dispuesto su consumo en determinado orden. El orden que marcan los horarios de verano e invierno.

En efecto, dado que el pasado 25 de octubre dio comienzo al horario invernal, utilizo esta palabra, invierno, para organizar mis ingestas de té. Mejor dicho, utilizo las consonantes de la palabra invierno: N, V, R, N.
Es un viejo truco mnemotécnico.

Es así como queda la tabla adjudicando cada letra al día de la semana:

Lunes, té Negro.
Martes, té Verde.
Miércoles, té Rojo.
Jueves, té Negro.

¿Qué ocurre cuando el horario cambia al de verano? Pues no hay problema en adoptar el mismo ritmo ya que contamos con la ventaja de que las palabras invierno y verano tienen las mismas consonantes, V, R y N. Por lo tanto, a partir del próximo 28 de marzo y aliada de nosotros la casualidad, la tabla, adaptada al verano, quedará así:

Lunes, té Verde.
Martes, té Rojo.
Miércoles, té Negro.
Jueves, té Verde.
En realidad, y así lo admito, el té, en todas sus variedades de sabor, color y temperatura, es una puta mierda. Pero es que que ¡ay!, si no fuera por estos pequeños detalles diarios del té, por los domingos de fútbol, las paellas en el campo, las compras en Carrefour y la esperanza en la Bono Loto, la vida sería invivible. Sería una vida gris. De un gris tirando a verdoso.

lunes, noviembre 23, 2009

"La soledad de los números primos" Paolo Giordano


"...Y Alice sonrió pensando que quizá aquélla sería la primera media verdad de los esposos, la primera de las pequeñas grietas que se crean entre dos personas por las que tarde o temprano la vida introduce su ganzúa y hace palanca."

Queridos feligreses, tras este introito, debo explicar que llegué a esta novela por el expeditivo método que tanto facilita el lector electrónico, quiero decir, el piscinazo. Método que cuando depara sorpresas como ésta, a nada puede igualarse. Alguien —¿mi hermana, mi cuñado, mi amante bielorrusa la Gran Duquesa Svletana?— la había insertado en la tarjeta SD y su título, entre el marasmo de otras decenas, me llamó la atención: La soledad de los números primos. Bello. Junto con el nombre del desconocido autor era cuanto sabía de la obra. Ha sido después cuando me he enterado que es un galardonado éxito editorial y que se vende como churros en los comercios del ramo... o sea, como la trilogía del sueco. ¡Ay!, nunca entenderé nada.

Pero veamos:

Pequeños azares se dan cita para determinar fatalmente la vida de Mattia y Alice, condenándolos para siempre a la soledad, o lo que es lo mismo, convirtiéndolos en números primos gemelos, cercanos pero sin contacto (guuuuuaaaauuuu, ya escribo como un solapista al uso). Bien, pues esto es lo único que puedo adelantar como sinopsis, pues desearía que el que se sienta animado, llegue a la novela como servidor, in albis, con menos papeles que una liebre, para que nos asalte de golpe la certeza de que somos circunstancia de la casualidad y presas del nimio detalle. Lo que sí añado es que a la novela la recorre como un espinazo un muelle comprimido que hace que todo el texto se mantenga en tensión, tensión de media intensidad pero constante y que sólo se aliviará en las últimas páginas, algo así como contemplar a un niño acariciando con las uñitas un globo inflado en exceso del que luego se aburre y abandona. Como lector, a este "sostenido" sin tregua que ha fabricado Paolo Giordano, le concedo un enorme mérito.

Damas, caballeros, si está en mí y tras varios pinchazos en hueso, no sólo recomiendo esta novela, es que llego a considerarla de obligada lectura. Luego, ustedes verán qué es lo que hacen, que ya son mayorcitos.

jueves, noviembre 19, 2009

Boligrafía 1


Sucede que a veces, junto a los acostumbrados símbolos y a las caligrafías que reiteran una palabra, aparece en la boligrafía —dibujos que se realizan a la vez que se conversa por teléfono— algún detalle naturalista: la cabeza de un caballo, un pez, un paquete. O es, como en este caso, el perfil de un individuo anónimo el que surge como una psicoplastia en el papel. No tiene su aparición, por supuesto, importancia alguna. Sólo inquieta, o maravilla no ya la posibilidad sino la absoluta certeza de que en el mundo, tal vez a cientos de miles de kilómetros o ahí al lado mismo, existe un hombre cuyo perfil se ajusta milimétricamente al dibujado. Uno solo (no hay dos caras iguales), que desconoce por completo que alguien lo retrató con maestría involuntaria mientras por teléfono comentaba no sé qué cosa de comprar unas zanahorias y de arreglar un enchufe… Y a todo esto, ¿alguien conoce a este sujeto?

lunes, noviembre 16, 2009

"Días sin televisión"


Excepción hecha de la muerte de seres queridos, abortos espontáneos, operaciones a corazón abierto o amputaciones tanto fortuitas como prescritas por los médicos, la mayor desgracia que podía acaecer en el seno familiar era que se estropease el televisor.

Acostumbrados a mantenerlo conectado desde que comenzaba la emisión a la hora del almuerzo hasta que la misma finalizaba bien entrada la medianoche, la falta de imágenes nos sumía en una congoja a la que era difícil encontrar paliativos. Las jornadas sin películas, series, concursos o simples anuncios comerciales se hacían interminables, y lo que aún era peor: la extrema dificultad que representaba hallar actividades que nos ayudasen a sobrevivir durante las noches frente a una pantalla tan negra como unos negros zapatos nuevos.

La tarde era más llevadera porque a los niños siempre nos quedaba como último recurso el salir a la calle a jugar. Otro tanto sucedía con la abuela que, en compañía de mamá, se echaba la toquilla por lo alto y ¡hala! a consolarse haciendo visitas a las vecinas. El abuelo, acaso más pragmático, se entretenía echando una partida de tute en el bar o haciendo torres eifeles con palillos de dientes. Una solución hubiera sido desde luego el convertirnos en espectadores de televisores ajenos, pero tal posibilidad siempre fue desechada. Capitaneados por la abuela, albergábamos la sospecha de que la programación emitida era distinta entre nuestra casa y las demás. Similares actores, locutoras parecidas, pero envueltos todos en el distanciamiento y frialdad que suponía observarlos en casa de la portera, por ejemplo.

¿Y las noches? ¿Qué decir de esas noches privadas de los infinitos grises en movimiento de nuestro Marconi? Cuando papá volvía del trabajo y nos sentábamos en torno a la mesa a la espera de la sopa nos materializábamos en una familia espectral. Cabizbajos, nos entregábamos sin entusiasmo al trasiego de fideos en un silencio solo roto por el chapoteo de las cucharas. A veces, a algún comensal se le olvidaba el peso agobiante de nuestra tele estropeada y se animaba a iniciar una conversación, pero entonces las palabras sonaban extrañas, nimbadas por un eco propio de habitación que se ha vaciado de muebles para ser pintada. En cualquier caso, esos inicios de charla podían dar sus frutos y con engañosa vivacidad nos enfrascábamos en un parloteo que las más de las veces recurría al recuerdo de familiares fallecidos y su anecdotario. Pero poco a poco, la tertulia que con tan buenos augurios comenzaba iba decayendo lánguidamente ante la cada vez mayor frecuencia con que los hablantes dirigían sus tristes miradas de soslayo a una pantalla ciega, como esperando un milagro electrónico que echara a andar el aparato.

Luego, durante la sobremesa, el abuelo —más ingenioso y también más desapegado al consumo de imágenes— organizaba al igual que en las noches de tormenta en que se iba la luz, pequeños espectáculos de sombras chinescas proyectadas ante una sábana. Reconocemos que a los niños nos admiraba en un principio su habilidad para, ejecutando sencillos escorzos manuales, crear gracias a la breve llamita de una vela, cabezas de perros, águilas en vuelo y conejitos de nerviosos movimientos. Pero, con suerte, el teatrillo de sombras no podía durar más allá del cuarto de hora por mucho que se esforzara el abuelo en la creación de nuevos personajes, pues su arte era limitado y conocíamos de memoria su repertorio animalesco. Claudicantes y cariacontecidos ante la inutilidad postrera del parchís, la lotería o la ronda de chistes, se decidía entonces que lo mejor era irse a la cama para buscar en la narcosis del sueño el olvido a nuestros males. La tele, en su mudez, parecía darnos las buenas noches desde su mesita de formica.

La ciencia exigua del abuelo, fruto de un curso por correspondencia en Radio Maymo, era a todas luces insuficiente para arreglar cualquier avería que no pasara más allá de golpear ruidosamente los costados del televisor. Sus venerables manos de viejo temblaban de impotencia mientras nosotros, expectantes, lo mirábamos con caridad. La abuela, apiadada de su inútil esfuerzo, le dedicaba entonces palabras de consuelo en el mismo tono con que las hubiera dirigido a un socorrista incapaz de rescatar a un caballero que se ahogase en la piscina.

Mientras, y con las mentes lúcidas por el descanso, la discusión continuaba en torno a si lo último que vimos fue un fogonazo que se convirtió en un puntito tal como sucede con las supernovas cuando devienen enanas blancas, o bien justo lo contrario, un repentino pantallazo negro que terminó en el silencio, la quietud, la nada, como si uno de ambos finales pudiera dar al abuelo una pista certera. Sabíamos que nuestra polémica sólo pretendía retrasar lo inevitable.

Con todos los recursos agotados, mamá acercaba al abuelo un papelito con unos números emborronados. Era la claudicación. Así que el abuelo, arrastrando sus zapatillas, se dirigía a nuestro impactante teléfono rojo, levantaba el auricular y guarismo a guarismo marcaba el número correspondiente al Técnico de reparaciones a domicilio. La congoja entonces nos volvía a atenazar al vislumbrar un horizonte de otras veinticuatro horas sin televisión. Las mismas que tardaría el Técnico en llegar a casa.

¡Ah, el Técnico! Una mezcla ideal entre chamán amazónico y buhonero, y aderezado el personaje por conocimientos científicos superlativos, hacía que su sola presencia nos convirtiese en cretinos. Ni siquiera un Nuncio del Santo Padre de Roma hubiera recibido por los integrantes de la familia una acogida tan respetuosa y ceremonial. Las mañanas en que ansiosamente esperábamos su llegada, la casa se convertía en un continuo ir y venir por los pasillos, de trapos que quitaban el polvo, de escobas velocísimas, y de manos que colocaban sillas y cojines en su sitio. Como colofón, el bayetazo final que limpiaba de huellas la falsa madera que circundaba nuestra tele. Luego venía el zipizape de cambio de ropas, de peines, de horquillas y corchetes, de niños adobados en agua de colonia, al igual que acontece en una mañana de boda en la casa de una novia.

Era el nuestro un afán contemporizador, un vehemente deseo de agradar a base de higiene a un hombre que nos tiranizaba hasta la humillación dados sus saberes en torno a los arcanos electrónicos. Ni siquiera se jactaba de ellos; simplemente nos examinaba en silencio de arriba a abajo cuando le franqueábamos la puerta, daba un apenas audible buenos días y se colaba en nuestra salita de estar con el desprecio e ímpetu de un maderero que tomara posesión de un poblado yanomami. Depositaba sobre nuestra mesa su maletón de cuero con estruendo de cachivaches y acto seguido desaparecía tras la tele armado de amperímetro y destornillador. Cohibidos, formábamos en torno a la mesa con la actitud de quien asiste a la liturgia de un oferente. Sólo el abuelo osaba romper el silencio con tecnicismos recordados de su curso a distancia, y así, intentaba un acercamiento al parapetado diciendo a media voz superheterodino o semiconductor. Grave error porque lo que más llegó a conseguir fue que el Técnico asomara su cabezota de ogro y con mirada álgida lo conminara al silencio.

Sin matices, como un nocturno de Chopin cuando se interpreta en un piano de una sola tecla, el Técnico nos sorprendía al salir tras de la tele despanzurrada pinzando con sus diminutos alicates y con pretensiones de dentista una escuálida bombillita alargada. El instante en que asombrados de que una cosa tan pequeña fuera la culpable de nuestras desdichas, era aprovechado por el Técnico para extender su factura, recoger la impedimenta, cobrar y largarse haciendo supino desprecio a la cerveza y porciones de chorizo del pueblo que con servilismo había dispuesto la abuela. Pero tranquilos ya sin su presencia agobiante, examinábamos de nuevo la lámpara fundida pasándola de mano en mano. Lejos de sentir hacia ella rencor por el estropicio y las consiguientes jornadas sin imágenes, su desnudez —mancillado el cristal por el negro humazo— nos movía a compasión. Luego, emocionado, el abuelo hacía uso de su prerrogativa ancestral y encendía la tele. La carta de ajuste nos sorprendía de súbito como la imagen más bella del mundo mientras la lámpara siniestrada iba a parar al cajón donde haría compañía a sus hermanas inválidas, a las cremalleras desgobernadas, a los vacíos frascos de grageas, a los capuchones de bolígrafos y a las llaves antiguas que un día abrieron y cerraron puertas.

© Sap.
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miércoles, noviembre 11, 2009

"Los hombres que no amaban a las mujeres" Stieg Larsson


Empecemos con unos adjetivos:
Impresionante, insólita, inefable, asombrosa...
Sí. Pero ojo, que me refiero a la cantidad de café que llegan a beber estas criaturas suecas, que es sencillamente increíble. Ya sabía de la afición cafetera de los escandinavos pero nunca imaginé que podía ser tanta. Y si estas cantidades industriales que se reseñan en la novela toman los suecos, ¿qué será de los finlandeses, que según las estadísticas son el pueblo más cafetero del orbe ? No me lo quiero ni imaginar. De hecho, tras respirar y parpadear, tomar café es la acción más veces realizada al cabo del día por estos personajes. Después le sigue el sentarse en el "arquibanco" de la cocina. Tras ello viene el caminar, el trabajar, el comer sandwiches, el hacerse el sueco, el practicar la caidita de Roma y el hablar. En último lugar, ocupando el puesto sesenta y siete, se encuentra el reír.

Pues eso, beber café, sentarse en el arquibanco, beber café, sentarse en el arquibanco, beber café, sentarse en el arquibanco, etc. es uno de los ritmos más reiterativos que encontraremos en este novelón que se ha leído en el mundo con verdadera fiebre libresca. Sin duda era cosa de llamar la atención el ver sacar de los bolsos y mochilas el gordo librazo en las paradas de metro y autobús, en las consultas de la SS, en la playa y en la cola del paro a lectores, (pero sobre todo a lectoras que son las que mantienen viva la industria editorial), a las que le importaba un pimiento lo engorroso de manejar tal tocho. Como las mismas conductas ya las encontré asociadas a bodrios tan notables como El Código da Vinci o La sombra del viento, pues me dije, tate, tate que aquí hay tomate. Lo normal. Pero como a veces me siento benevolente, recordé que también el Quijote se leyó con interés y fue festejado entre todas las clases y edades, lo que junto a la liviandad de la versión electrónica hizo que me decidiera a emprender la lectura de este Los hombres que no amaban a las mujeres de Stieg Larsson, el escritor que no llegó a conocer su éxito porque un infarto lo mató tras subir a pie siete pisos de escaleras en el edificio de su editorial. ¡Seguro que el café tuvo mucha culpa! ¡y el no haber tenido cerca un arquibanco para descansar un ratito, también!

Bueno, yendo ya al lío, diré que la novela se fundamenta en uno de los más antiguos armazones, o sea, adivinar quién es el asesino de una mushasha. A tan vieja como efectiva idea, el autor sueco le ha dado varias manitas de pintura para adecuarla a los tiempos, y así habilita espacios para encajar esoterismos religiosos y mostrar las características de los últimos cacharros de tecnología punta, algo que dará mucha risa a los lectores de dentro de unos años. También como elemento pretendidamente actual aparece el mejor personaje del elenco, Lisbeth Salander, una anoréxica góticaneopunk con físico de preadolescente y privilegiado cerebro. Será ella la que aplique y reciba las altas dosis de violencia (violencia de cinematografía escandinava, tan suya) que de vez en cuando se despliegan en la historia. Para mi gusto, como digo, el elemento más interesante de la novela.

La trama se puede dividir en cuatro partes. Introducción con un episodio de corrupción financiera (cortito), caso policial a investigar (el largo meollo), vuelta a lo del tío corrupto (corto y tal vez lo más interesante) y epílogo chorra donde a lo mejor el autor echa las primeras miguitas de pan para que los incautos sigan el caminito del bosque que los lleva al segundo libro. No lo sé, pero desde luego no voy a perder un minuto en recorrerlo así me eche patanegra cinco jotas en vez de migas.

Así en cuatro líneas, la historia que plantea Larsson es la de un periodista caído en desgracia que es contratado por un potentado de la industria para que averigüe el paradero —¿huída, asesinato?— de su sobrina nieta, acaecido así como cuarenta años atrás. En la resolución del caso (que finalmente será solucionado aunque advierto que es muy fácil saber quién es el malo/a) el periodista tendrá como ayudante a Lisbeth, la extravagante andoba de los tatuajes. Con estas varillas construye Larsson el lío que ha formado, utilizando para ello una escritura sin complicaciones aunque empleando alguna que otra vez malas artes, como puede ser el omnímodo poder del narrador y la ocultación de información al lector, algo muy feo dentro del género negro y que haría agitar en su tumba el esqueleto de la Highsmith... Sin problemas. Como ya le dije a un amigo, si la novela de Larsson equivaliera a una pelota de tenis, unas cuantas páginas de la serie de Ripley de doña Patricia vendrían a ser un balón de Pilates.

Resumiendo, que Los hombres que no amaban a las mujeres, primero, me confirma que la sociedad sueca me atrae muy poco, siempre todos de mala hostia, incapacitados sus miembros para la sorna y cultivando una violencia soterrada pero de alta intensidad que junto a la malaje climatología, y ya se sabe que somos animales climáticos, hace que los únicos suecos simpáticos me sean Pippi Calzaslargas, Sigrid, la novia del Capitán Trueno y aquellas macizas de Abba. Aunque por otro lado, mucho ojo, me ha parecido una perfecta novela para cubrir uno de los más loables cometidos de la literatura, esto es, el entretenimiento, la pura evasión; pero en su caso, sin ningún otro valor añadido, lo cual, por supuesto, es perfectamente honorable. Literatura clase turista, literatura low cost. Una novela para leer, olvidar y regalarla porque no creo que merezca el espacio que ocupa tan gordo tocho ni que tenga sentido alguno el releerlo. Pero si alguien se siente con ganas de meterle mano, no se olvide de mí cuando le llegue a través de las páginas el divertido meneíto de beber café, sentarse en el arquibanco, beber café, sentarse en el arquibanco, beber café, sentarse en el arquibanco... verán que bien se lo van a pasar.

lunes, noviembre 09, 2009

Movilgrafías: Saber mirar


En esta jaula sin fondo ni techo habita un pájaro de plumaje irisado. Pájaro incorpóreo que regala sus trinos inaudibles a todo aquel que sabe alimentarlo con invisibles gránulos de oro (pero, atención; es peligroso que lo vean a uno haciéndolo, eh.)

viernes, noviembre 06, 2009

La posibilidad del prodigio (Divagación)


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De niño tuve un amigo que se llamaba Miguel. Tendríamos ocho o nueve años. Íbamos al mismo colegio. El Miguel vivía en el barrio de enfrente, en el de los Transportes Urbanos, llamado así porque el vecindario se componía de familias relacionadas con los autobuses municipales: conductores, cobradores, mecánicos. El padre del Miguel era mecánico. El Miguel me contó con mucho secretismo y bajo juramento de no decírselo a nadie que su padre le había fabricado un cohete. Un cohete espacial. Un cohete que él mismo pilotaba y con el que viajaba por el cosmos cuando su padre "le traía gasolina". En pago a nuestra naciente amistad y a los lazos que estrechaban las confidencias, me prometió que un día lo acompañaría en alguno de sus viajes. Aquella promesa de aventura me tuvo inquieto durante semanas. Ni siquiera el que se negara a enseñarme el cohete —que decía tener guardado encima de un ropero y tapado con una sábana—, me hizo dudar jamás de la veracidad del artefacto. Tampoco que mi tío o mi padre se rieran cuando incapaz de mantener el secreto de la maravilla, lo conté todo. Solo pudo el tiempo acabar con mi ciega confianza. Los continuos aplazamientos del viaje por parte del Miguel comenzaron a desilusionarme. También el que fuera rebajando las prestaciones de su cohete. Un día me confesó que bueno, que en realidad su cohete no subía hasta lo más alto del cielo sino que todo lo más alcanzaba la altura de un quinto piso. Aún así, el viaje proyectado me seguía pareciendo el mayor de los sueños. Pero la rebaja continuó en días sucesivos y así el cohete ya no llegaba ni a un tercero, ni luego a un primero, ni luego a medio metro... El Miguel y yo dejamos de ser amigos. Nuestra amistad se diluyó en la misma medida que el cohete fue perdiendo capacidad de ganar altura.

Sirva esta anécdota para ilustrar una pauta tantas veces repetida, el contemplar en algún momento de nuestras vidas la posibilidad del milagro, el tener al alcance de la mano, certera, tangible, la posibilidad del prodigio. Es lo que le sucederá a Sancho Panza —un poco ensuciado por el interés a diferencia de otros crédulos como El Primo o la dueña Doña Rodríguez— cuando don Quijote le prometa el gobierno de una ínsula, que su hija se casará con un duque o que su hijo llegará a ser arzobispo. Sí, todo terminará finalmente en burla y ridículo, pero antes de que llegue la chacota, la POSIBILIDAD del prodigio existió, y por tanto su gozo pleno tanto mayor en las vísperas del suceso como el propio suceso. Y es esto mismo es lo que encuentro en la relación del personaje de Javier Cámara y su admirado Torrente. La sorpresa que recibe el muchacho tímido, ayudante en una pescadería familiar, insignificante, ante lo verosímil que pueda resultar un cambio en su vida, es uno de los fondos que más me interesó de la película. Con la misma intensidad con que el recuerdo de los amores adolescentes a veces nos asalta, o el cómo era la vida cuando aún las leyes de la física no lo ordenaban todo, es lo que pude percibir en esta relación del personaje con su héroe en medio del fangal en que se encuentran. Pero después de todo este rollo, ¿qué tiene Ignatius Really de Lazarillo? No, si ya me estoy viendo intentándolo de nuevo...

© Sap.
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martes, noviembre 03, 2009

"El tiempo de los trenes" Fernando Fernán-Gómez


Entre que me metía o no me metía con el primer tomazo de lo del sueco (que al final me he metido y llevo ya ¾ partes del volumen), se me presentó ante la pantalla este título de Fernando Fernán-Gómez, y quieras que no, ya fuera por retrasar el echarle las gafas al libraco y el darle otra oportunidad al eximio actor junto con lo breve de la obra, me decidió a leerla. También, la inmediatez que representa tenerla almacenada en el lector electrónico, sea todo dicho.

La cosa tenía su aquél dado que la única novela que leí de Fernán-Gómez -"El mar y el tiempo"- no me gustó nada. En ella me encontré con una forma de narrar, un estilo si se quiere llamar así, que también era el mismo empleado en sus colaboraciones periodísticas y que me cansaba, me aburría. Una manera de ir dando rodeos para explicar algo tal vez baladí. Demasiadas puntualizaciones, demasiados circunloquios, demasiadas comas separando simples palabras, demasiado frenar el discurrir de la lectura. Para mi congoja, fue el mismo estilo que encontré en el largo prólogo que antecede a esta "especie de novela" como la llama el mismo autor. Pero el ánimo de encontrar tal vez allí parecidas satisfacciones a las que me produjo su memorable película, "El viaje a ninguna parte", pues el libro trata de compañías teatrales y sus peripecias, me animó a seguir. Ahora puedo decir que fuera del prólogo, la especie de novela "El tiempo de los trenes" (su última narración, 2004), me ha resultado una lectura deliciosa, absorbente y, por supuesto, recomendable.

Como digo, "El tiempo de los trenes" cuenta, empleando esta vez un lenguaje suelto, inmediato, fresco, los éxitos y tribulaciones de varias compañías teatrales y de los miembros que componen sus elencos. La narración no se desarrolla de manera lineal sino que se alternan las voces de unos y de otros en cortos capítulos donde se emplea incluso la notación dramática. El conjunto, claro está, llega a recordar la factura de "La colmena" de Cela. La historia arranca al nacer el siglo XX y termina a principios de la década de los 60 por lo que, en gran parte, coincide en el tiempo de la película citada aunque se diferencia de ella en su carácter más urbano, menos itinerante de pueblos, y a la calidad que, en general, presentan los cómicos. Quiero decir que las compañías retratadas tienen cierta categoría, las adscritas a la llamada alta comedia que representaban a Benavente y a Wilde y que llegaban a debutar en Madrid y Barcelona antes de comenzar sus giras -y aquí una de las más odiosas expresiones centralistas- "por provincias".

Los personajes son muchos y quedan consignados en un quién es quién al principio del libro. Aparte del narrador, cada uno tendrá voz propia, desde el niño hijo de actores Andresito Valle (que parece trasunto de Fernán-Gómez), al viejo actor Cuartero que se pasea por los cafés de contratación buscando faena; desde el caricato Miguelón al prestigioso primer actor Eduardo Esteve, etc. Pronto quedará consignado lo estamental, por así decirlo, de la profesión en aquel tiempo donde los papeles estaban asignados a la especialidad de cada uno: galán joven, actriz de carácter, galán cómico, meritoria sin sueldo. Algo obligado desde el momento en que eran los propios actores y actrices los que debían sufragarse, por ejemplo, el vestuario. Junto a estos protagonistas, el lector será testigo de un periodo histórico de los llamados convulsos, ya se imaginan, aunque sean tiempos buenos, malos o regulares, será ineludible la presencia que como hilo conductor durante toda la lectura representan los vagones de segunda y tercera a los que se refiere el título, las esperas en las estaciones, los abrigos con las solapas subidas y el ser todos carne de pensión barata con olor a col hervida y a pescadilla frita. A los cómicos, ya se sabe, se les tenía vedada la entrada a los hoteles de postín.

Pensándolo para mí, no creo mal destino haber sido picado por el bicho del teatro y haberse enrolado en una de estas compañías de medio pelo itinerantes, y vivir en ese espacio entre la bohemia y la literatura. Ese contrato lo hubiera firmado sin dudarlo un momento. Pero como no puede ser, me conformo imaginándolo y para ello, nada mejor que este "El tiempo de los trenes" tan ameno, breve, agridulce y evocador.