martes, julio 14, 2009

Maravillas del Mundo, 1


La nueva metamorfosis.



Cuando Gregoria Zarza se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertida en una decrépita anciana.

Mejor dicho, y para ajustarnos a la verdad, había vuelto a ser la achacosa viejecita que fue antes de meterse en el lecho. Para su sorpresa -su enorme sorpresa ante el espejo-, la crema que se había aplicado en el rostro la tarde anterior había cumplido perfectamente con todo lo que prometía su publicidad. No había quejas a este respecto. Lo que queremos decir es que antes de acostarse, el rostro de Gregoria Zarza ofrecía el aspecto propio de una mujer en el esplendor de la madurez, pero que al despertar había retomado la naturaleza de lo que era antes, la arrugada y ajada faz de una anciana sexagenaria (sí, han leído bien, sexagenaria). El efecto rejuvenecedor había durado apenas una noche. Y de esta brevedad sí que no decían nada en el prospecto indicativo.

Gregoria Zarza recurrió a las cremas como desesperada solución a un conflicto. Había visto el anuncio en uno de los folletos que regularmente llegaban a su buzón, remitido por una casa de ventas por correspondencia en la que había depositado gran confianza. No en vano, su vivienda estaba decorada por algunos artículos allí adquiridos: Un par de pavos reales de hierro forjado (imitación) lucían soberbios en la entradita y una pequeña colección de estatuillas chinas fabricadas en marmolfil (doble imitación) reposaba sobre la ventana abierta al mundo del televisor. Por otro lado, si bien la milagrosa y magnética Cruz Maya que también compró, le había dejado en una blusa una mancha negruzca que tardó varios días en desaparecer a base de mucho restregar con el Quitamanchas Majik, no era menos cierto que su enhebrador automático de agujas le había ahorrado muchos momentos de fatiga visual. A lo que nunca se atrevió, y no por falta de ganas sino de vecinos, fue a encargar unas gafas de ultravisión Rayos X de las que decían eran capaces de traspasar las paredes para poder espiarlos.

Gregoria Zarza compartía su soledad -porque la soledad es lo que tiene, que se puede compartir y seguir llamándose soledad-, con su gato Franz. Ella y el gato eran los únicos habitantes de un viejo edificio de apartamentos medio en ruinas situado en el Sector 28 de Nueva Shangai. Su marido, el coronel Aureliano Iguarán Suzuka, había muerto al mando de un batallón de Lucha Holográfica durante una ofensiva en Segovia, dos años después del comienzo de la Hecatombe, en 2028. Su soledad la aumentaba el recuerdo de Enriquito, el único hijo de ambos, que se había suicidado tras volver de unas vacaciones en la playa.

Sólo después de casi veinte años de viudez, decidió que era el momento de iniciar alguna relación con un hombre. Una relación lo suficientemente seria como para que en los últimos años de su vida florecieran algunas rosas en el páramo despoblado de su vida. De esta manera decidió, a través de los anuncios por palabras de una red social de las restauradas en el tiempo de la Tercera Gran Modernización ("Feistufeis"), solicitar relaciones con caballeros formales, educados, solventes y de buena presencia. Así fue como conoció a Lupercio Coronas, un jubilado residente en Big Benidorm, viudo como ella, antiguo empleado en una cerería y aficionado a la pesca submarina.

Durante tres años, Gregoria Zarza aprovechó todos y cada uno de los minutos de conexión que le correspondían en el salón de actividades de su parroquia. Como es natural, a los primeros y tímidos mensajes intercambiados con Lupercio se sucedieron otros donde el espacio reservado a la confidencia y a la expresión de los sentimientos fue ganando terreno. A las pocas semanas ya podía decirse que Gregoria, si no con apasionamiento juvenil que hubiera sido impropio de sus años pero sí con templada intensidad, se había enamorado de aquel caballero que la colmaba de galanterías. Pasado ese tiempo, Lupercio decidió que había llegado el momento de organizar una kedada, que es la palabra antigua que utilizaban ellos para referirse a verse en persona. Igualmente, Lupercio determinó que sería él quien se desplazase a Nueva Shangai para conocer a Gregoria e intentar que en aquel amor que llegaba en el invierno de su vida, soplase una cálida brisa primaveral. Llegado el momento y sin argumentos para detenerle, a Gregoria Zarza la atenazaron los nervios y la preocupación. Desde un principio, ella -eterno femenino- se había quitado veinte años de encima al confesar a Lupercio su edad.

El mal funcionamiento de los servicios postales hizo que la crema que Gregoria Zarza había encargado con tanta urgencia le llegara tan sólo un día antes de la cita programada. Así que sin perder un minuto, quiso comprobar las virtudes que la habían resuelto a abonar los 1.875 neokópecs que costaba el frasco (“Toma del frasco, Carrasco”, le dijo al cartero amoscada cuando efectuó el pago). Siguiendo al detalle las instrucciones que venían en su interior, preparó una bola de algodón, vertió sobre ella un poco de aquella crema casi líquida y de color azulado y, para empezar por algún lado, se la aplicó en la frente siguiendo la trayectoria horizontal de las decenas de arrugas que la surcaban. El espejo le devolvió una imagen que le pareció milagrosa. En efecto, las arrugas de su frente se habían suavizado en cuestión de segundos. Visto el resultado, siguió dándose crema en los abanicos de patas de gallo que se abrían a cada lado de sus ojos consiguiendo el mismo resultado alisador. El éxito fue, al igual que con la frente, tan inmediato, que continuó dándose crema en las bolsas de los párpados, en el cableado de tendones que conformaban su cuello y, animada ya por completo, en torno a un pecho que asomó por el escote de la bata como un globo desinflado y que al rato pareció hacer ¡plop! para ganar la turgencia que muchos años atrás había deleitado al coronel Aureliano.

Para su asombro, y tal como prometía la publicidad del producto, a medida que se aplicó capas de crema, su piel fue rejuveneciendo a ojos vista. Todo consistía en esperar unos minutos entre aplicación y aplicación para dejar que el tónico se absorbiese bien. Cuando finalmente, Gregoria Zarza tomó el aspecto de una mujer que podría estrenar los cuarenta y pico años, detuvo el proceso y alegre como un canario al que devuelven a su jaula, comenzó a dar unos pasos de baile y a tararear una rancia canción del grupo Amaral alrededor del saloncito. La prueba de su metamorfosis le llegó a través de su gato Franz. El animalito tardó tiempo en reconocerla.

Todas estas circunstancias tan prodigiosas impiden que se pueda describir por un lado, la alegría de Gregoria Zarza cuando se fue a la cama transformada en una bella señora y su tremenda decepción por el otro, cuando vuelta a su marchito estado primigenio fue presa de la desesperación. La cita con Lupercio, fijada a las doce del mediodía en la cafetería El Castillo, se le antojaba irrealizable por la premura de las pocas horas pero se negaba a la vez el descubrir a su amado que había sido víctima de un engaño; piadoso, pero engaño.

Sin tiempo material para quejarse de los inesperados resultados de la crema, decidió embadurnarse del producto con la pícara idea por otra parte de acogerse a la cláusula que prometía la devolución del importe de la compra si le era remitido al vendedor el frasco vacío. Y es que 1.875 neokópecs restados a su exigua pensión no eran ninguna tontería. Así que animada por esta idea y por el poco tiempo que le restaba para asistir a la cita, la aplicación del cosmético, que en un principio la realizó con la bola de algodón, luego se convirtió en unas friegas generales que se extendieron por todo el cuerpo hasta agotar el contenido del envase.

Por supuesto sucedió que Lupercio Coronas, extrañado al principio y alarmado más tarde, decidió visitar el domicilio de Gregoria Zarza en vista de que no asistía a la cita fijada ni atendía a sus llamadas desde el vídeocelular. Una vez en el rellano y sin recibir tampoco respuesta a sus timbrazos, aplicó la oreja a la puerta y hasta ella llegaron extraños sonidos. Solicitada de emergencia una pareja de Gendarmes Populares se decidió forzar la cerradura. Hasta muchas horas después, Lupercio no recibió una explicación coherente de lo que había visto en el interior de la vivienda. Gregoria Zarza parecía haberse marchado precipitadamente, dejando sola en su huída a la que debía ser nieta suya, una niña de apenas un año que sentada en el suelo, jugaba con un gato entre risas y parloteos.


© Sap.
es.humanidades.literatura
14/07/2009

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