jueves, julio 30, 2009

Maravillas del Mundo, 3



Hambre, tú eres madre del ingenio.



Para BB.


Cuando las hambrunas surgidas tras la Segunda Oleada de 2086 obligaron a la población a sacrificar hasta el exterminio a todos los burros que escapados de sus Centros de Reserva vagaban salvajes por las avenidas desiertas y a traficar con su carne porque la que suministraba el racionamiento gubernamental era insuficiente para alimentarnos, la gente decidió criar perros y gatos en sus domicilios para paliar el desabastecimiento. Como la cría de conejos, aves, cerdos y ovejas estaba perseguida tras los desastres provocados por las pandemias de gripe aviar HL23, fiebre cunicular BV65L, gripe porcina PT36 y fiebre aftosa TT78, todo el que pudo reservó en su piso o apartamento una habitación, un balcón, o adecuó cualquier rincón para habilitarlo como criadero.

En poco tiempo desaparecieron los perros y gatos que en jaurías y manadas habían vagabundeado por la ciudad buscando comida entre los vertederos. El que más y el que menos se hizo con los ejemplares que podía permitirse criar utilizando para su captura los medios más variopintos e ingeniosos, desde los lazos a los cepos de fabricación casera; aunque eso sí, para el consumo inmediato llegó a recurrirse a las armas de fuego. Fue así que hubo familias que convivieron con tantos perros y gatos que aseguraron su manutención hasta que tres años después el Gran Gobierno decretó la creación masiva de granjas caballares.

En todo caso, la convivencia entre humanos y animales, rota la relación de mascota-amo, llegó a ser terrible. Las noches, durante la época más dura, fueron invitación constante al insomnio porque los edificios enteros, a modo de antorchas sonoras, emitían el continuado lamento de los animales encerrados. El hedor, otro de los grandes problemas a pesar de la extrema limpieza que quisimos emplear, llegó a hacerse insoportable cuando llegaron los meses de verano. Finalmente, los parásitos, incrementado su número de manera exponencial, se convirtieron, más que el hambre incluso, en los verdaderos enemigos a batir. Una vez más, el ingenio nacido de la necesidad, inventó métodos para paliar sus estragos.

Sea como fuera, el caso es que las familias estaban nutridas y aunque la alimentación no era muy variada nos adaptamos mal que bien a aquellas circunstancias. El sacrificar perros y gatos en la encimera de la cocina después de acogotarlos se estableció como costumbre y la necesidad puso sordina a lo que en principio escandalizó, lo mismo que se tornó hábito el sustituir los animales consumidos por otros nuevos y hacer ocupar cuanto antes las jaulas que habitaban los gatos y las cortas cadenas que enganchadas a las paredes de lo que, por ejemplo, fue el dormitorio de la abuelita, mantenían sujetos a los perros.

La versatilidad de nuestra especie para adaptarse al medio quedó patente. A las pocas semanas de generalizarse esta práctica de la cría en cautividad surgieron en cada barrio verdaderos gourmets que intercambiaban recetas o aconsejaban maneras de mejorar los platos. La carne de estos animales, que en principio nuestro tonto código ético y cultural, rechazó, llegó a parecernos sabrosísima, sobre todo cuando estaba aderezada convenientemente para restarle dureza.

En efecto, ya fuera por su naturaleza tenaz o ya fuera por el incremento en ésta del estrés que sufrían los animales desde su captura al momento de su despiece, las carnes obtenidas eran durísimas, en especial la de los perros de raza cocker. Nunca como entonces comprobamos lo acertado de la expresión ser carne de perro aplicada a un tejido irrompible o a un automóvil perdurable. Una vez más y hartos de experimentar los métodos más peregrinos para ablandarlas, desde mantener los filetes macerados en zumo de limón durante 48 horas a disponer las chuletas envueltas en plástico bajo los cojines del sofá familiar durante unos días, la ciencia vino en nuestra ayuda pues al mes escaso de iniciarse este tipo de recurso alimenticio apareció tanto en radio como en prensa el anuncio de un artilugio del que se decía era eficaz por completo para domeñar los montaraces bistecs de chow-chow y los elásticos solomillos de pastor alemán.

Desde luego el ingenio aquél no era barato, nada menos que 775 neokópecs, pero todos cuantos lo pudimos adquirir nos alegramos de inmediato de su compra pues tal y como prometía su publicidad, las carnes tratadas con él, se deshacían en la boca de puro suaves, logrando por otra parte acrecentar el número de recetas animados todos por el nuevo sabor que adquirían. Las amas de casa no tardaron en entrar en competencia entre ellas y la que poseía el aparato no dudaba en chinchar a la vecina que no lo tenía o a lanzar indirectas como puñales cuando accedían a prestar el suyo. “Pues a ver si nos vamos comprando unooo, que ya es horaa, señora Mogambo…”, así, con hiriente retintín.

Cuando finalmente las granjas de caballos modificados fueron capaces de producir carne suficiente como para acabar con los tinglados caseros, los ablandadores se convirtieron en objetos inútiles, aunque más de uno, en vez de deshacerse del aparato, expuso el suyo en algún lugar preeminente de la vivienda, mostrado como icono sagrado, recordatorio de los tiempos de la carestía que nadie deseaba volver a vivir. Tras ello y después de aquel terrible periodo que había destruido las relaciones del hombre con sus mejores amigos, la gente volvió a adoptar perritos y gatitos y a llamarlos Boby o Sultán o Micho o Cipión o Berganza, permaneciendo intacto el motivo misterioso de nombrar así a las mascotas.

© Sap.
es.humanidades.literatura

miércoles, julio 29, 2009

La balaustrada greguerizada

Siempre he pensado que si Ramón Gómez de la Serna no se convirtió en un diletante al uso fue a causa de su catadura de panadero. Lo de ser carirredondo y peinarse con la raya al lado debió ser determinante para la invención y el ejercicio de la greguería, por lo que esto mismo -su aspecto menestral- lo alejó de tentaciones por las formas más afectadas y pedantes. En consecuencia, su vanguardia fue la propia de un chamarilero del Rastro.
Leo estos días un libro de un humorismo amargo, su Diario Póstumo; y digo amargo porque este Ramón del exilio bonaerense, el que vive entre las estrecheces de los artículos impagados y que añora el Madrid que inventó, se sabe próximo a morir (no hay mas que ver su desoladora última fotografía.) Como no podía ser menos, el libro -el cuaderno- está repleto de greguerías, la materia en que acabó ahogándose en su Automoribundia.

En es.humanidades.literatura hemos estado greguerizando unas horas a cuenta de la bella palabra “balaustrada”. De momento estos son los resultados:

Blanca Barojiana:
—“Cada balaustre es una de las incontables patas del universo.”
—“Desde el abismo
de la balaustrada:
¡saltó la gallina!”
—“El corazón del balaustre, por mal de amores, se volvió forja.”

Sap:
—"A la balaustrada tendida de vías y traviesas se asomó el suicida."
—"Tres meses de dieta y la balaustrada quedó en barandilla."
—"Hay una balaustrada-tobogán que es el niño de las balaustradas."
—"La balaustrada sin tres balaustres es una balaustrada que desafina."

O’Flaherty:
—“Giró la balaustrada para subir y asomarse al cielo.”
—“El desliz por la balaustrada lo convirtió en un hombre santo.”
—“Los pechos de la joven hacen perder la serenidad a la balaustrada, cuando se apoyan en ella.”
—“La balaustrada sin tres balaustres simula boca de viejo.”

Jorfasan:
—“La ruina del aristócrata y el incansable salitre dejaron en barandilla la balaustrada de la mansión.”
—“El dios de los naufragios asomó a la balaustrada de la sonrisa que aquella vieja sirena nos regaló a la entrada del prostíbulo.”

Paco Z:
—“Para lustre el del balaustre.”
—“El balaústre con acento suena más.”
—“Mujer de piernas cruzadas embalaustrada está.”
—“Cuando a Tarzán lo rodearon de balaustres se fue la Chita callando.”
—“Mofándose, ‘Pendón de Balaustre’ lo llamaban desde que su suicidio fallase por, en el último momento, pillarse de la baranda.
—“Tenía tal ‘baranda’ que su odontólogo no tuvo más remedio que ponerle balaustres.”
—“No por mucho balaustrar dejó de ser escalera.”
—“La Justicia argentina es tan lábil que a los asesinos apenas los embalaustra.”
—“El hijo de Epulón tuvo corralito de balaustres.”
—“¡¡¡Y hablando de balaustres, qué decir de los que burló Romeo!!!”

Sebastián:
—“Me iba al exilio en vagón de tercera, y veía la sucesión de los postes como la balaustrada que me separaba del mundo.”

martes, julio 28, 2009

Anónimos

ANÓNIMOS


Era una vida contemplada a través del humo nocturno de la sopa. La muñeca de mi suegra amorcillada por el diminuto reloj, articulando el movimiento de poner platos, de recoger migas de la mesa. Vida de telediarios y pescadilla hervida, de niños con un perpetuo constipado, de merenderos baratos los domingos y coito fugaz y amargo algún sábado. 

Fui deglutiendo todo aquello como porciones de borra, con una masticación de meses áridos. Y así, cuando de nuevo estalló para muchos la primavera, decidí escribir el primero de los que luego fueron cuarenta y siete. Cuarenta y siete anónimos.

Confeccionarlos recortando letras de revistas perdió su atractivo cinematográfico ante lo arduo de la tarea. Rescaté la antigua Olympia, pero su estrépito de ferrocarril alarmó a todos en casa. Me pareció entonces que las letras de palo seco escritas con la mano izquierda serían efectivas, de una rotunda veracidad. 

Al día siguiente deposité el primer sobre en un buzón cercano. Luego mecanicé el trabajo. Tras un sucinto borrador, me bastó condensar las redacciones en dos o tres modelos que repetí como si fueran circulares. Tan solo hice una concesión a la ternura: siempre firmé como "un amigo que te aprecia" o "una amiga que te quiere".

Frecuenté los buzones más remotos con un prurito de persecución policial. Caminé incluso los trayectos que me llevaban a los extremos de la ciudad, allí donde se hace pavorosa. Cuarenta y siete buzones distintos contuvieron mi obra. 

Por terceros a los que pregunté con inocencia, supe del éxito de mi trabajo. Cuando me interesaba por alguno de los destinatarios, mis interlocutores se echaban las manos a la cabeza con incredulidad: "¿Pero no sabes lo que le ha ocurrido a...?". Y se entregaban luego a la narración de cualquier suceso terrible. Sin sospecharlo, me dieron la certeza de que desestabilicé matrimonios y destruí familias, de que inculqué desesperación, celos o infamia. Quiero que se me perdone una punta de vanidad: provoqué dos suicidios.

Confesarme feliz durante aquella temporada es un término erróneo. Más que feliz, me sentí vivo, dotado de una energía que nunca imaginé poseer. Hacerme socio de un gimnasio no me pareció ridículo. Lo mismo que comprar ropa cara, aclararme el pelo o practicar la esgrima. 

Créanme. Yo en otro tiempo fui un hombre apacible. 

 © Sap.
es.humanidades.literatura

lunes, julio 27, 2009

"Sólo un muerto más" Ramiro Pinilla

Ramiro Pinilla, el veterano autor vasco de la trilogía “Verdes valles, colinas rojas”, me deparó uno de los fiascos más señalados cuando terminado el primer volumen de la serie concluí que a pesar de su fulgurante, bella y personal primera mitad, el resto era un ladrillazo de notables proporciones, por lo que hasta el día de hoy los dos volúmenes siguientes reposan en mi biblioteca sin haber sido siquiera despellejados del plástico que los envuelve. De esta manera, puedo estar de acuerdo con Anasagasti cuando en su blog, y por los que sospecho otros motivos fuera de la literatura, califica al escritor de plomazo aunque sin ahorrarse recordarnos en un comentario lleno de vileza que Pinilla también fue autor de pies de cromos de muchos álbumes infantiles.

Como las segundas oportunidades me han deparado grandes sorpresas, y sabiendo no muy extenso el texto, creí que “Sólo un muerto más” podría ser reflejo de un Pinilla desconocido, el regateador en corto. Finalmente, ambas cosas sucedieron; la novela no sólo no es nada aburrida sino que llega a ser divertida, ingeniosa, sarcástica, y construida con las herramientas que domina el que lleva sesenta años en el tajo. Laus Deo.

“Sólo un muerto más” es una novela policíaca, o mejor dicho, es una parodia de la novela negra además de un repaso a una sociedad y un tiempo específicos. El territorio donde se desarrolla es el mismo donde Pinilla situaba la acción de su epopeya en tres volúmenes, o sea, su pueblo de Getxo, Algorta, La Galea, la playa de Arrigunaga, etc. y los personajes, o ya han intervenido en la citada trilogía o son descendientes de las familias que protagonizan aquella especie de cantar de gesta euskaldún y agropecuario: los Altube, los Baskardo, los Bordaberri… Uno de estos individuos protagonizará la novela.

Sancho Bordaberri, propietario de la librería Beltza en Getxo, escritor a la vez de novelas policíacas, pero cuyos dieciséis títulos han desfilado por las editoriales sin recibir la menor atención, decide tras un paseo por la pedregosa orilla del mar donde ha arrojado el manuscrito de su última e inédita obra, convertirse él mismo en el detective que ha creado su imaginación, llamarse por tanto Samuel Esparta –en clara alusión al Sam Spade de Chandler- e intentar esclarecer el crimen ocurrido en la localidad diez años antes y que quedó impune, inmersa la investigación en el fragor de la Guerra Civil. Sancho Bordaberri, no sólo adoptará el nombre de su criatura sino que a imitación de sus héroes adoptará su peculiar lenguaje, vestirá su traje de domingo y usará sombrero y, finalmente, convencerá a su empleada de la librería, la sarcástica Koldobike (a mi gusto el mejor de cuantos personajes desfilarán por el texto) a teñirse el pelo de rubio platino y embutirse en una falda de tubo. De la misma manera que el loco manchego creyó que su ardiente llanura podía acoger aventuras que se desarrollasen en el imperio de Trebisonda, Samuel Esparta sustituirá las manzanas de Nueva York por los caseríos getxotarras, y la esquina entre las calles 37 y 42 por la peña de Félix Apraiz, escenario del crimen que todavía en 1947 no tiene culpable. Por supuesto, con este entramado, los guiños a la obra de don Miguel son habituales.

Sobre el carácter paródico del texto, prima el conocimiento profundo del género que tiene el autor, que no en vano llegó a cultivarlo en sus comienzos. Irónicamente la novela se la dedica a uno de sus pseudónimos, “a Romo P. Girca, recordando su ‘Misterio de la pensión Florrie (1944)”. Todos los tics, las formas y los trucos de los clásicos americanos –Chandler, Cain, Hammet- están presentes de una u otra forma en la acción y dicción de Esparta y, por otra parte, contrastándolo, tenemos el florido verbo del siniestro falangista que persigue a Esparta deseoso de saber cómo se escribe una novela realista, ya que él es un poeta de los que necesita la nueva España. En medio, la ácida Koldobike es la única persona que pone sensatez en estas turbulentas relaciones y la que establece las claves inteligentes que deberá seguir su jefe.

Aparte de ellos, la galería de personajes es muy amplia y de variado registro, desde el asombrado que pueda haber vascos malos al colaboracionista, al estraperlista y al iluminado que pretende hacer un mapa de Vizcaya señalando las distancias en pasos. En resumen, 250 páginas donde lo divertido y lo amargo (¿no sería lo sarcástico el producto de mezclar ambos ingredientes?) hacen del libro una lectura amena y escrita con inopinable maestría. Y es que hasta haber redactado los cromos de “Marcelino, pan y vino” sirve. Todo sirve.

jueves, julio 23, 2009

Mis Melenudos, 1


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"RAIN"
Para esta semana he elegido la canción de John Lennon, “Rain”, que grabaron los Beatles en el mes de abril de 1966 y que apareció en los mercados del ramo como cara B del single en que la cara A era “Paperback writer”. A pesar de este carácter de segundona con que la etiquetaron a la pobre, “Rain” es a mi juicio no sólo una de las mejores caras B de los Fab Four sino una canción imprescindible para entender la transición entre “Rubber Soul” y “Revolver”, aunque no demasiado conocida por el fan medium level..

En “Rain” las guitarras brillantes del anterior trabajo van a tomar ya el decidido toque oriental que les será impreso en el futuro long play. También será el primer tema donde se utilizarán grabaciones reproducidas al revés (oído atento al fraseo final) y donde se echará mano de una técnica llamada “varispeed” que altera el tono y la velocidad del sonido. De hecho, algunas de las pistas que componen el tema fueron luego ralentizadas, de ahí que la voz de Lennon suene un poco pastosa. Y digo pastosa para no llamarla chochona.

A destacar la ejecución baterística de Ringo, que siendo como era un instrumentista limitado, nos sorprende en esta ocasión con sus bien concertados y variados tamborileos. En primer plano, claro está, el bajo de Paul, que gustándole al muchacho destacar, cualquiera le decía que no.

Y ahora pasemos a la videoaudición. ¿Tenéis el volumen ajustado tirando a fuertecito?. Pues allá va: http://www.youtube.com/watch?v=TwSUlgJ0css

La traducción que sigue a continuación de la letra es mía. No es que sea buena, pero servidor se entretiene:


LLUVIA

Si se pone a llover corren y se cubren la cabeza
Como si fueran a morirse.
Si se pone a llover, si se pone a llover.

Cuando hace sol buscan la sombra
Y sorben sus limonadas.
Cuando hace sol, cuando hace sol.

Si llueve, no me importa.
Si hace sol, pues el tiempo es bueno.

Puedo enseñarte que cuando empieza a llover
Todo es lo mismo.
Puedo enseñártelo, puedo enseñártelo.

Si llueve, no me importa.
Si hace sol, pues el tiempo es bueno.

¿Me escuchas si te digo que el que llueva o haga sol
Se trata en realidad de un estado de ánimo?
¿Me escuchas? ¿me escuchas?

Si se pone a llover corren y se cubren la cabeza…
Azebac al nerbuc es y nerroc revoll a enop es is

Lluvia…
Lluvia…
.

Cambio de Percepción, 2

El mismo al que debieron festejar con risas hace un siglo es ahora imagen del horror, un divertido mamarracho que nunca sospechó que el tiempo lo convertiría en material de pesadillas. El sonido de sus palmas debe ser tan macabro como el de las trompetas de la muerte.
¡Ele, arsa! ¡Qué no farte de na!

martes, julio 21, 2009

Maravillas del Mundo, 2



La Huella Inalterable.






La consecuencia más notable que sobre nuestro amigo Walter Chang Prieto acarreó el haber adquirido por catálogo unas maravillosas gafas binoculares panavisónicas fue la serie de cinco bofetones que a lo largo del verano le propinaron sendas señoritas a las que estuvo espiando –no con suficiente disimulo- mientras jugaban entre las olas del mar ataviadas con breves flokkis.

—¡Toma, por tío guarro! —le espetaba con furia alguna de ellas y acto seguido sonaba como un latigazo el seco plac del sopapo a mano abierta y las gafas se le venían a Walter a la frente, con una de las patillas fuera de la oreja.

Como dijimos, fueron cinco, aunque de diferente contundencia, las bofetadas que le atizaron durante los meses veraniegos y con ellas se quedó sin rechistar. Pero en realidad, el amigo Walter, el bueno de Walter, compró aquellas gafas para unos fines completamente distintos a los propios de un simple voyeur de playa. Digamos que lo hizo en uno de sus arranques de locura, porque hay que aclarar que en cuanto llegaban los primeros calores estivales, a Walter Chang Prieto, se le iba trastornando la cabeza gradualmente, hasta que ya a mediados de julio, incapaz de contener aquel marasmo que lo ponía al borde de la insania, el trastorno reventaba con resultados imprevisibles que lo mismo podía manifestarse con la adopción de alguna manía inocua tal como dormir por las noches debajo de la cama vestido con el camisón floreado de su señora, que poniendo en peligro la integridad física de sus allegados, como cuando se empeñó en arrojar por la ventana a su suegro por una discusión sobre si es más correcto decir “almuerzo” o “comida”.

No; desde luego que no. En esta ocasión, Walter decidió la compra tras manifestarnos su deseo de contemplar la mítica huella que Armstrong había dejado en la Luna cien años atrás, y aunque intentamos por todos los medios hacerle desistir de aquel gasto inútil en un cacharro más inútil todavía y porque 1.375 neokópecs son 1.375 neokópecs, fue imposible convencerlo. Así que aquel mismo 20 de julio, de madrugada, cuando se cumplía el primer siglo de la estampación en el suelo lunar de aquella huella inalterable, Walter subió hasta la azotea del rascacielos Osama –en cuya planta 38 habitaba un miserable apartamento en compañía de su nutrida familia- dispuesto a revisar toda la superficie del satélite hasta dar con ella.

Leontxo, uno de los amigos de nuestro grupo que aceptó su invitación de acompañarle –más por quitarle de la cabeza aquellos delirios que por otra cosa- nos contó luego que, en efecto, las gafas binoculares panavisónicas eran un camelo y que, como mucho, con ellas puestas, podías adivinar que la cosa negra que se movía allá abajo en la avenida, era un coche fúnebre. Por lo demás, mirar la Luna era como mirarla con la lupa de juguete del maletín “El pequeño Sherlock” que le habíamos regalado a Amancito, el hijo menor de Walter, en su cumpleaños.

Pero a pesar de todo y tras algunas horas de observación, que Leontxo aprovechó para prepararse unos combinados y escuchar música clásica (Dúo Dinámico y Amancio Prada sobre todo), Walter gritó un estentóreo “¡La vi, Leontxo; la vi, por tu padre!” sin dejar de señalar la esfera con un dedo tembloroso. Seguidamente, se empeñó en que nuestro común amigo disfrutara también de aquella visión y le colocó nervioso, alborozado, las gafas que aseguraba portentosas.

—Mira, mira en esta dirección… ¿no ves como una mancha que parece una ene? Bueno, pues un poquito más a la izquierda, al lado de una sombra larga como un palito, ¿la ves ya? Una cosa redonda… ¿pero la ves o no la ves? ¡La huella de Armstrong, ahí la tienes, no digas que no!

Al poco rato Leontxo se quitó las gafas y se frotó los ojos cabizbajo, temeroso de provocar en Walter alguna reacción violenta cuando le confesara que en realidad la huella de Armstrong era la letra O de “visión”, palabra grabada en uno de los lentes de las gafas pero medio borrada por la mala calidad de aquel trasto inoperante. Al final decidió no confesárselo y dejar que Walter soñara al menos aquella noche con que había visto la huella del astronauta. Cuesta tan poco hacer feliz y cuesta tan poco humillar, que se quedó con lo primero. Buen chico Leontxo.

Menos mal que luego, pasadas las celebraciones del centenario, vino todo aquello de lo de las chavalas en la playa y se le olvidó lo de la Luna, y como pasa siempre con los caprichitos, transcurrido el verano y llegado el otoño y luego el invierno, las gafas de Walter acabaron arrumbadas en uno de esos cajones que sólo se abren tres veces al año.

© Sap.
es.humanidades.literatura
21/07/2009












lunes, julio 20, 2009

La señal

La habitación estaba empapada. La eterna humedad de la ciudad rezumaba por entre las juntas de los azulejos blancos inutilizando las tomas de oxígeno y los interruptores. Extrañas moscas revoloteaban sobre la cabeza del enfermo que permanecía dormido. Moscas a las que tampoco importaba el frío.

El frío era intenso. En la planta novena se hacía notar con mayor crudeza. Sentado al lado de la cama, esperando que el enfermo despertase, me arropaba con una manta que me habían alquilado en el hospital. Los médicos y el cirujano habían estado en la habitación varias veces aquel día. Me dijeron en voz baja, casi inaudible, que todo marchaba bien, que no me preocupase, pero que por favor me quitara la manta de encima cada vez que ellos entrasen porque decían que ésto, el que estuviera yo arropado, podía agravar la situación del enfermo. Pero el frío era irresistible. Así que cuando los doctores se marchaban, me volvía a arrebujar en la manta hasta cubrirme el más pequeño trozo de piel.

Por la ventana abierta entraban a veces ráfagas de viento gélido, y cuando nevaba, lo hacía con tal fuerza que el suelo de baldosas de gres se cubría en pocos minutos de una espesa capa blanca que me llegaba a los tobillos. Los médicos argumentaban que la nieve reportaría muchos beneficios a la salud del enfermo y que por otra parte, a mí me ayudaría a permanecer despierto para seguir velando. Todo lo decían a susurros. Cuando las palabras salían tan leves de sus bocas, se congelaban en el frío ambiente de la habitación y caían al suelo convertidas en diminutos copos de nieve.

Una de las innumerables tardes que pasé allí solicité hablar con el cirujano jefe. Quería certeza. Que me dijera cuál era la verdadera situación del enfermo. Habían pasado cuarenta y dos días desde la operación y aún no había despertado.

—Los efectos de las anestesias —me comunicó el cirujano, un hombre gordo que fumaba en pipa —son imprevisibles en estos casos. En este hospital tenemos ingresados a varios pacientes que llevan varios años en el mismo estado y sin embargo, todo marcha perfectamente. No debe preocuparse.

A pesar de la respuesta, no quedé conforme. El cirujano parecía estar borracho, pero su aliento de alcohol se confundía con el que flotaba en el ambiente. Sus palabras sonaban densas, pesadas, escapándose por algún resquicio de su lengua hinchada. En la conversación mezcló temas incongruentes, como si delirase. Me habló del éxito de sus conferencias en un congreso al que asistió el año anterior, pero también de sus cacerías de ciervos y de su gusto por el cine francés. A veces su cara se hacía invisible tras la cortina que formaba el humo de su pipa.

Pasaron tres meses. Al frío y a la nieve lo sustituyó un calor de desierto y un viento ardiente. Un día, cuando regresé de los lavabos, empapado de un nuevo sudor, vi posado en el alféizar de la ventana un enorme buitre que ocupaba casi la totalidad del hueco. Fijó sus ojos en los míos. Penetró en el interior y de un torpe salto se encaramó en el respaldo de mi silla. Apestaba a carne putrefacta. Un momento después apareció otro buitre que hizo lo mismo que el primero pero ocupó un lugar a los pies de la cama del enfermo. Cuando movía sus alas marrones desprendía el polvo que llevaba agarrado a sus plumas. Estaba alarmado, imposibilitado para acercarme a la ventana y cerrarla. Los dos buitres continuaban mirándome con fijeza. Después llegaron otros dos y se posaron en el suelo, todos enormes y hediondos. El teléfono estaba a mi lado. Tuve valor de descolgar el auricular y marcar el número de los médicos. Mientras hablé con ellos entraron tres buitres más, sus cabezas calvas tenían el color rosado de un recién nacido. Todo se volvía pardo y maloliente cuando aleteaban. Los médicos tardaron aún mucho en llegar. Cuando les abrí la puerta había ocho buitres en la habitación, tres de ellos posados encima del cuerpo del enfermo. Ninguno de los médicos pareció sorprenderse ante el horrible espectáculo. Uno a uno y utilizando parecidas palabras me explicaron, siempre con sus eternas voces inaudibles, que la hora del enfermo había llegado muy a su pesar. Que cuando las habitaciones se llenaban de buitres, no había nada que hacer. Que recogiera mis cosas. Que ya podía marcharme.


© Sap.
es.humanidades.literatura
19/07/2009

sábado, julio 18, 2009

Compasión por el Diablo



¿Echamos un bailecito? Los altavoces deben estar a gran volumen; si no, es mejor dejarlo para otro momento: http://www.youtube.com/watch?v=GYYXaEQsAfA


Por favor, permítanme que me presente.
Soy un hombre que posee riquezas y tiene buen gusto.
Llevo rondando por aquí desde hace muchos, muchos años,
robándole a los hombres las almas y la fe.
Estuve presente cuando Jesucristo
tuvo sus momentos de duda y sufrimiento
y me encargué de asegurarme que Pilatos
se lavara las manos para sellar su destino.

Estoy encantado de conoceros,
supongo que habéis adivinado mi nombre
aunque os desconcierte de qué voy.

Estuve por San Petersburgo cuando me di cuenta
de que las cosas tenían que cambiar.
Maté al zar y a sus ministros
y Anastasia gritó en vano.
Conduje un tanque.
Tenía el grado de general
cuando estalló la Guerra Relámpago
y los cadáveres hedían.

Estoy encantado de conoceros,
supongo que habéis adivinado mi nombre
aunque os desconcierte de qué voy.

Observé con alegría
cómo vuestros reyes y reinas
lucharon durante diez décadas
por los dioses que ellos mismos habían creado.
Grité, ¿quién mató a los Kennedy?
como si después de todo
no hubiéramos sido vosotros y yo.

Por favor, permítanme que me presente
soy un hombre que posee riquezas y tiene buen gusto.
Puse trampas a los trovadores
que asesinaron antes de llegar a Bombay.

Estoy encantado de conoceros,
supongo que habéis adivinado mi nombre
aunque os desconcierte de qué voy.

De la misma manera que todo policía es un criminal
y todos los pecadores son unos santos
y es lo mismo la cara que la cruz,
llamadme simplemente Lucifer.
Necesito que me impidan hacer más cosas,
así que si os encontráis conmigo
tened el tacto y la delicadeza
de la educación recibida
y sentid compasión por mí
o haré que se os corrompa el alma.

(Jagger/Richards. Traducción del bloguero. Tened compasión de él.)


jueves, julio 16, 2009

Lectores ilustres: "El tito Pepe"

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“Había un tenue olor a polvo y libros viejos. Los libros era lo único que abundaba. Se amontonaban en los estantes, se apilaban en torres inclinadas, se acumulaban sobre las mesas y las sillas. Vita dedujo que en esa familia todos se perdían en las historias de los otros para olvidar la propia.”Melania G. Mazzucco, Vita.


La primera persona a la que vimos leer un libro fue a nuestro tito Pepe. Gracias a él, y a pesar del dominio que sobre nosotros ejercía la pandilla de gandules que eran nuestros maestros de la aborrecida escuela en la que por no haber, no había ni raudas moscas divertidas, se nos fue transmitida la afición libresca, el irrenunciable placer que representa la lectura y, algo fundamental, la apreciación que tuvimos de lo bien que se está en la cama con una novela entre las manos.

Pero verán, no es que nos llamase la atención su acto de leer en sí, pues era algo que nosotros practicábamos de continuo devorando tebeos y cuentos troquelados. No. Lo que nos maravillaba viejo asombro infantil es que el tito Pepe leyera libros todo de letras, desprovistos de ilustraciones, sin la ayuda de dibujo alguno, elementos que nos parecían entonces imprescindibles para que cualquier lectura nos resultara entretenida o al menos, soportable.

Junto a esta fascinación por la letra pura, por el extenso paisaje de palabras impresas en su desnudez, había otra ya la he apuntado, y era el hecho de que el tito Pepe leyera en la cama, acostado, arropado tan suficientemente como para sólo mostrar su perfil con gafas sobre la almohada, dejando fuera de las mantas el pulgar de la mano con que sostenía el libro y dos dedos de la otra con los que pasaba las páginas, y es que, ya lo habrán adivinado, aparte de compulsivo, el tío Pepe era un lector friolero.

Estas circunstancias hacían que los domingos por la mañana fuera uno de los momentos más esperados de la semana pues nada más despertarnos, corríamos a la habitación de nuestro tío, y tras capear sus protestas por la irrupción e interrupción, nos refugiábamos junto a él entre los cobertores a la espera de que accediera a contarnos algún cuento o a comentarnos el libro que estuviera leyendo en ese momento. Debe ser por eso que desde entonces siempre he buscado en la literatura no tanto una fuente de conocimiento sino confort frente a la inclemencia invernal y por añadidura he comprendido que en mi caso, para obtener el máximo provecho al leer una gustosa novela es necesario como mínimo, tal en el amor, horizontalizar la actividad.

El tito Pepe era un privilegiado desde el momento en que gozaba de una habitación propia, lo que era un lujo en nuestra casa abigarrada, de densidad poblacional neerlandesa y que se encargó de aumentar mamá tras tomar la decisión de que la pieza más extensa de la vivienda, un más que mediano salón, se convirtiera en algo así como un inaccesible museo de muebles, dispuestos en exclusiva para enseñar a las visitas haciéndolo fiel reflejo de cómo se expresaba su sentido femenino de la decoración, o sea, de forma barroca, con una acusada sensación de horror vacui que la llevaba a adornar con lacitos y jeribeques cualquier elemento que se le pusiera por delante, quedando todo a su paso artificioso y recargado como el uniforme de un almirante de Luxemburgo.

El cómo consiguió nuestro tío aquella bicoca del cuarto particular es algo que desconocemos, aunque alguna desavenencia matrimonial debió ser concluyente y desde luego ventajosa para él, pues se daba el caso de que su mujer, nuestra tía Anita, compartía habitación con su hija, nuestra prima Mari, por lo que podría decirse que en aquella época su estado civil, más que separados era el de desapegados. Pero este orden de cosas nos venía muy bien, pues aprovechando la circunstancia, la habitación de nuestro tío se convirtió en escenario de juegos y experimentos en los que él mismo participaba de manera muy activa.

Debo decir que el tito Pepe había asumido a la perfección el papel del abuelo que nunca conocimos. Fue la persona que sin débitos de sangre se constituyó en tesorero y expositor de batallitas y guía fantástico para nuestras curiosidades. En este aspecto fuimos unos afortunados, pues sumada a su afición por las novelerías se daba en él la disposición irredenta a participar en los proyectos que, por descabellados que fuesen, le proponíamos continuamente y que lo mismo consistían en organizar luchas de hormigas o montar casitas recortables para luego meterles fuego que representar sombras chinescas sobre una sábana o fabricar explosivos con azufre y clorato. Por nuestro lado, también asistíamos al nacimiento de sus inventos caseros y a sus explicaciones apoyadas en esquemas hechos a boli para construir caleidoscopios o una máquina de movimiento continuo, vieja aspiración de nuestro tío que ¡ay! nunca llegó a ver realizada porque según decía, le faltaban conocimientos de ingeniería y física teórica. Pero toda esta complicidad, como digo, se hacía maravilla los domingos, cuando corríamos a meternos en su cama para que nos contase historias leídas en sus libros o aquel cuento de su autoría que se titulaba “La sardinita”, donde se aleccionaba a los niños a no montar en bicicleta cerca del río y a no fumar.

No podemos decir que en casa existiera una biblioteca tal y como establecen los cánones. La excepción eran dos pares de diccionarios enciclopédicos que el mismo tito Pepe había encuadernado, pues uno de los muchos trabajos que ejerció antes de jubilarse fue en una imprenta. De estos librazos, uno de los cuales incluía un curso de esperanto, se mostraba muy orgulloso, consultándolos con frecuencia para solventar algún atasco en un crucigrama. Cuando los abría ante nosotros, lo hacía aplicando una liturgia a sus gestos que lo convertían en un oficiante del saber, pasando un dedo lento y respetuosísimo por las columnas de palabras redactadas por sabios de otra época y deteniéndose en los grabados de extraños pajarracos o en los retratos de señores bigotudos y damas con moño que parecían haber estado siempre muertos. Pero salvo estos volúmenes que presidían, panzudos, una vitrina, las novelas del tito Pepe porque sólo leía novelas y casi siempre en ediciones baratas y sobadísimas se hacinaban entre los cacharros que se guardaban en un aparador o, sobre todo, agolpados de cualquier manera en la parte baja de su mesilla de noche.

Era allí, en esa mesilla, haciendo compañía a zapatos viejos y a latas de betún a medio terminar, donde nuestro afán registrador descubrió títulos sicalípticos del Caballero Audaz y folletines de Fernández y González, autores ambos que desde entonces no he dejado de relacionar con mocasines de rejilla teñidos de marrón. Haciendo tertulia, tanto con aquellos autores como con los botes de Kanfort, también se apretujaban títulos de Blasco Ibáñez, Víctor Hugo y Salgari. Pero sobre todas aquellas novelas destacaba una edición de bolsillo del “Drácula” de Bram Stoker representado en una portada que nos llenaba de pavor pero cuya visión se hacía ineludible ante la llamada del morbo y visita obligada en nuestras pesquisas. De manera similar al ejemplo anterior, el recuerdo del castillo en Transilvania y de su solitario habitante me viene acompañado por el olor acre del calzado usado, y si para otros la iconografía del conde y su morada trae efluvios de cadaverina, de cementerio y de cortinones polvorientos, en mi caso se aumenta con la imagen de un viejo cepillo de embetunar.

Pero no todo quedaba aquí, ya que la literatura, aunque en sus versiones más baratuchas y populares, nunca fue tan odorífica como en la habitación del tito Pepe. Era el caso de Julio Verne, tal vez su autor favorito, representado en volúmenes de Aguilar que descansaban en la misma estantería donde nuestro tío alineaba sus potingues, pues hay que señalar que practicante de un dandismo de media intensidad, era muy observante de su persona, siendo su pelo motivo de grandes cuidados y desvelos. Era la suya una cabellera que aunque escasa, le procuraba mucho sufrimiento, llegando al extremo de abstenerse de salir a la calle los días de viento ante el peligro de despeinarse. Por todo ello, a Verne le hacían compañía la loción de azufre Veri con abrótano macho y el fijador Patrico, a lo que había que añadir el Floïd para después del afeitado con el irresistible olor almizclado del aceite de castor, la colonia Varón Dandy, y ya en la sección medicinal, los inhaladores de Vicks Vaporub y el frasco de linimento Sloan. Con improntas tan fuertes es imposible que al entrar en una droguería bien surtida no me asalte la evocación de los aventureros de “Cinco semanas en globo” porque la primera literatura, en vez de por los ojos o por los oídos, ya ven, a mí me entró por la nariz.

Tampoco nos equivoquemos. El tito Pepe era un lector voraz pero limitado a pocos autores y géneros: Verne y Salgari para las aventuras y Christie y Simenon para lo policiaco. Fuera de ellos, gustaba de títulos ligeros de terror, alguna biografía o folletines como ya indiqué, pues nunca entendió que la literatura sirviera para otra cosa que para entretenerse. En todo caso, este principio de rechazo a lo didáctico pudo representar una ventaja para nosotros, ya que su limitación sobre todo al género aventurero (los casos de Poirot o Maigret no nos interesaban) nos permitió conocer personajes y situaciones que, expuestos por las distintas voces que adoptaba nuestro tío al dramatizarlos, nos fascinaron de manera inolvidable.

Es imposible convencer a nadie que desde aquel ámbito de pijamas y mantas, convertida la cama del tito Pepe en un cálido marsupio, fuimos testigos del terror incompartible que asaltó a Robinsón cuando contempló la huella humana sobre la arena de su isla solitaria, y de cómo nos acongojaron los sacrificios y la abnegación de los niños italianos de d’Amicis. Pero sobre todo, junto con el desfile interminable de personajes que le proporcionaban las novelas de Verne, entre los que nunca faltaban profesores excéntricos que desembarcaban en la jungla llevando al hombro un cazamariposas, asistimos asombrados al espectáculo inenarrable que mostraba el Nautilus a través de sus ventanales de proa cuando el Capitán Nemo accedía a descorrerlos para sus invitados. Y también desde allí, desde la cama transformada en refugio polar, dimos cobijo al intrépido Capitán Hatteras el héroe favorito de nuestro tío cuyas gélidas aventuras daban comienzo en el desapacible enclave de Disko en Groenlandia, camino del Polo Norte.

¿Alguien da más? ¿Alguien puede dar más?

Ya termino.

Ahora que el tiempo se ha encargado de cambiar los papeles y que soy yo el lector camastrón y que frente a mí se sitúa como espectador boquiabierto uno de mis hijos y que lleno de asombro me hace la pregunta de “¿Y no tiene dibujos?”, la misma que yo repetí tantas veces sin saber que cerraría un círculo, quisiera volver a ese otro útero materno que fue el rebujo de mantas del tito Pepe para rescatar su memoria y situarla en los más altos lugares, tan contrarios a su fin de cegatón que le hizo inventar estrambóticas combinaciones de lupas para leer una versión en tipografía XL de “El hombre que fue Jueves” de Chesterton, que yo le regalé cuando a punto ya de debatirse en una de esas tortuosas enfermedades dependientes, no sabíamos ninguno que sería su último libro. Por eso, como subsanación a cualquier otro imprevisto, aquí me encuentro, para que no se me olvide apuntar en mi cuaderno la gracia del recuerdo de aquellos domingos irrecuperables que me hicieron lector para siempre.


© Sap.
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01/04/2008
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miércoles, julio 15, 2009

"Venga a nosotros tu reino" Javier Reverte

De esta recién conclusa novela de Javier Reverte (ojo, no confundir con su homónimo, el homínido Arturo Pérez, por favorrrrr) que parece la primera incursión en el género por quien nos tiene acostumbrados a sus crónicas de viajes y reportajes; de esta novela, digo, caben destacar (¿Cabo destacar? ¿quepo destacar?) dos aspectos que me parecen de notable factura, a saber:

Primero, el retrato urbano en sórdido color gris del Madrid de los años 50, inserto en una España no menos siniestra y todavía hambrienta bajo las banderas imperiales y el paso alegre de la paz. Segundo, la semblanza histórica de Leopoldo Eijo Garay, obispo entonces de Madrid, al que su amigo personal, el Papa Pío XII había concedido el título vitalicio e intransferible de Patriarca de las Indias Occidentales. Toma ya. El retrato de este hombre, en el que confluyen poder, inteligencia y sibilina retranca gallega es, a mi juicio, lo mejor de la novela.

Pero veamos un poquito de película:

Un joven cura polaco llega a España, en concreto al seminario de Madrid, con variados propósitos. Uno de ellos es infiltrarse en las HOAC, o lo que es lo mismo, las Hermandades Obreras de Acción Católica para dar a conocer en la medida de lo posible las corrientes europeas que establecen un rechazo a la jerarquía eclesial por parte del llamado cristianismo de base y organizar entre el personal currelante católico agitación suficiente como para animarlos a la lucha, creación de sindicatos, llamadas a la huelga, etc. Su otra misión es hacer de heraldo clandestino del movimiento Pax, fundado en Polonia por un tal Piasecki con la pretensión de tender puentes (o sea, hacer de pontífice, ¿no?) entre el marxismo y el cristianismo y buscar alianzas y apoyo mutuo dentro de los diferentes Partidos Comunistas de Europa.

Tanto uno como otro propósito encargado al cura polaco se verán sujetos a toda clase de avatares y sorpresas que aprovechará el autor para darnos un paseo por todos los ambientes posibles, desde el despacho del solemne y flatulento Eijo Garay a las tabernas más ásperas de gallinejas y aguardiente; de los domicilios de la alta burguesía que frecuenta la cafetería Dólar a los cines de pajilleras de la calle Carretas; de las espartanas habitaciones de los seminaristas a la cochambre chabolista de La Colasa; de las más lúgubres comisarias a los pisos clandestinos de ciclostil y tabaco de picadura. Como diría un clásico, todo un collage montado con retales de pana y rancho cuartelero sobre el que deambularán unos personajes casi siempre desdichados en su lucha por la vida.

Hombre, no es como para volverse loco y tirarse de los pelos de satisfacción, pero que la novela merece el título de más que correcta no lo dudo tampoco. O sea, que si pueden, léanla, pero que si no pueden, pues tampoco pasa nada. A servidor, desde luego, le ha gustado mucho.

martes, julio 14, 2009

Maravillas del Mundo, 1


La nueva metamorfosis.



Cuando Gregoria Zarza se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertida en una decrépita anciana.

Mejor dicho, y para ajustarnos a la verdad, había vuelto a ser la achacosa viejecita que fue antes de meterse en el lecho. Para su sorpresa -su enorme sorpresa ante el espejo-, la crema que se había aplicado en el rostro la tarde anterior había cumplido perfectamente con todo lo que prometía su publicidad. No había quejas a este respecto. Lo que queremos decir es que antes de acostarse, el rostro de Gregoria Zarza ofrecía el aspecto propio de una mujer en el esplendor de la madurez, pero que al despertar había retomado la naturaleza de lo que era antes, la arrugada y ajada faz de una anciana sexagenaria (sí, han leído bien, sexagenaria). El efecto rejuvenecedor había durado apenas una noche. Y de esta brevedad sí que no decían nada en el prospecto indicativo.

Gregoria Zarza recurrió a las cremas como desesperada solución a un conflicto. Había visto el anuncio en uno de los folletos que regularmente llegaban a su buzón, remitido por una casa de ventas por correspondencia en la que había depositado gran confianza. No en vano, su vivienda estaba decorada por algunos artículos allí adquiridos: Un par de pavos reales de hierro forjado (imitación) lucían soberbios en la entradita y una pequeña colección de estatuillas chinas fabricadas en marmolfil (doble imitación) reposaba sobre la ventana abierta al mundo del televisor. Por otro lado, si bien la milagrosa y magnética Cruz Maya que también compró, le había dejado en una blusa una mancha negruzca que tardó varios días en desaparecer a base de mucho restregar con el Quitamanchas Majik, no era menos cierto que su enhebrador automático de agujas le había ahorrado muchos momentos de fatiga visual. A lo que nunca se atrevió, y no por falta de ganas sino de vecinos, fue a encargar unas gafas de ultravisión Rayos X de las que decían eran capaces de traspasar las paredes para poder espiarlos.

Gregoria Zarza compartía su soledad -porque la soledad es lo que tiene, que se puede compartir y seguir llamándose soledad-, con su gato Franz. Ella y el gato eran los únicos habitantes de un viejo edificio de apartamentos medio en ruinas situado en el Sector 28 de Nueva Shangai. Su marido, el coronel Aureliano Iguarán Suzuka, había muerto al mando de un batallón de Lucha Holográfica durante una ofensiva en Segovia, dos años después del comienzo de la Hecatombe, en 2028. Su soledad la aumentaba el recuerdo de Enriquito, el único hijo de ambos, que se había suicidado tras volver de unas vacaciones en la playa.

Sólo después de casi veinte años de viudez, decidió que era el momento de iniciar alguna relación con un hombre. Una relación lo suficientemente seria como para que en los últimos años de su vida florecieran algunas rosas en el páramo despoblado de su vida. De esta manera decidió, a través de los anuncios por palabras de una red social de las restauradas en el tiempo de la Tercera Gran Modernización ("Feistufeis"), solicitar relaciones con caballeros formales, educados, solventes y de buena presencia. Así fue como conoció a Lupercio Coronas, un jubilado residente en Big Benidorm, viudo como ella, antiguo empleado en una cerería y aficionado a la pesca submarina.

Durante tres años, Gregoria Zarza aprovechó todos y cada uno de los minutos de conexión que le correspondían en el salón de actividades de su parroquia. Como es natural, a los primeros y tímidos mensajes intercambiados con Lupercio se sucedieron otros donde el espacio reservado a la confidencia y a la expresión de los sentimientos fue ganando terreno. A las pocas semanas ya podía decirse que Gregoria, si no con apasionamiento juvenil que hubiera sido impropio de sus años pero sí con templada intensidad, se había enamorado de aquel caballero que la colmaba de galanterías. Pasado ese tiempo, Lupercio decidió que había llegado el momento de organizar una kedada, que es la palabra antigua que utilizaban ellos para referirse a verse en persona. Igualmente, Lupercio determinó que sería él quien se desplazase a Nueva Shangai para conocer a Gregoria e intentar que en aquel amor que llegaba en el invierno de su vida, soplase una cálida brisa primaveral. Llegado el momento y sin argumentos para detenerle, a Gregoria Zarza la atenazaron los nervios y la preocupación. Desde un principio, ella -eterno femenino- se había quitado veinte años de encima al confesar a Lupercio su edad.

El mal funcionamiento de los servicios postales hizo que la crema que Gregoria Zarza había encargado con tanta urgencia le llegara tan sólo un día antes de la cita programada. Así que sin perder un minuto, quiso comprobar las virtudes que la habían resuelto a abonar los 1.875 neokópecs que costaba el frasco (“Toma del frasco, Carrasco”, le dijo al cartero amoscada cuando efectuó el pago). Siguiendo al detalle las instrucciones que venían en su interior, preparó una bola de algodón, vertió sobre ella un poco de aquella crema casi líquida y de color azulado y, para empezar por algún lado, se la aplicó en la frente siguiendo la trayectoria horizontal de las decenas de arrugas que la surcaban. El espejo le devolvió una imagen que le pareció milagrosa. En efecto, las arrugas de su frente se habían suavizado en cuestión de segundos. Visto el resultado, siguió dándose crema en los abanicos de patas de gallo que se abrían a cada lado de sus ojos consiguiendo el mismo resultado alisador. El éxito fue, al igual que con la frente, tan inmediato, que continuó dándose crema en las bolsas de los párpados, en el cableado de tendones que conformaban su cuello y, animada ya por completo, en torno a un pecho que asomó por el escote de la bata como un globo desinflado y que al rato pareció hacer ¡plop! para ganar la turgencia que muchos años atrás había deleitado al coronel Aureliano.

Para su asombro, y tal como prometía la publicidad del producto, a medida que se aplicó capas de crema, su piel fue rejuveneciendo a ojos vista. Todo consistía en esperar unos minutos entre aplicación y aplicación para dejar que el tónico se absorbiese bien. Cuando finalmente, Gregoria Zarza tomó el aspecto de una mujer que podría estrenar los cuarenta y pico años, detuvo el proceso y alegre como un canario al que devuelven a su jaula, comenzó a dar unos pasos de baile y a tararear una rancia canción del grupo Amaral alrededor del saloncito. La prueba de su metamorfosis le llegó a través de su gato Franz. El animalito tardó tiempo en reconocerla.

Todas estas circunstancias tan prodigiosas impiden que se pueda describir por un lado, la alegría de Gregoria Zarza cuando se fue a la cama transformada en una bella señora y su tremenda decepción por el otro, cuando vuelta a su marchito estado primigenio fue presa de la desesperación. La cita con Lupercio, fijada a las doce del mediodía en la cafetería El Castillo, se le antojaba irrealizable por la premura de las pocas horas pero se negaba a la vez el descubrir a su amado que había sido víctima de un engaño; piadoso, pero engaño.

Sin tiempo material para quejarse de los inesperados resultados de la crema, decidió embadurnarse del producto con la pícara idea por otra parte de acogerse a la cláusula que prometía la devolución del importe de la compra si le era remitido al vendedor el frasco vacío. Y es que 1.875 neokópecs restados a su exigua pensión no eran ninguna tontería. Así que animada por esta idea y por el poco tiempo que le restaba para asistir a la cita, la aplicación del cosmético, que en un principio la realizó con la bola de algodón, luego se convirtió en unas friegas generales que se extendieron por todo el cuerpo hasta agotar el contenido del envase.

Por supuesto sucedió que Lupercio Coronas, extrañado al principio y alarmado más tarde, decidió visitar el domicilio de Gregoria Zarza en vista de que no asistía a la cita fijada ni atendía a sus llamadas desde el vídeocelular. Una vez en el rellano y sin recibir tampoco respuesta a sus timbrazos, aplicó la oreja a la puerta y hasta ella llegaron extraños sonidos. Solicitada de emergencia una pareja de Gendarmes Populares se decidió forzar la cerradura. Hasta muchas horas después, Lupercio no recibió una explicación coherente de lo que había visto en el interior de la vivienda. Gregoria Zarza parecía haberse marchado precipitadamente, dejando sola en su huída a la que debía ser nieta suya, una niña de apenas un año que sentada en el suelo, jugaba con un gato entre risas y parloteos.


© Sap.
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14/07/2009

viernes, julio 10, 2009

La moda del flokki



Para todos aquellos interesados que me paran por la calle y me preguntan en qué consiste un flokki (Léase la gilientrada "Aquel verano del 78") aclararé que se trata del traje de baño femenino que causará furor en las playas dentro de 70 años más o menos.

Recién aterrizado desde el futuro, me llega este recortable que pongo a disposición del curioso. En él podrá apreciarse que a pesar de parecer el flokki un conjunto de paseo, no es tal, sino que los pudorosos usos puestos en boga en ese tiempo por venir, obligará a la mujer a cubrir sus carnes por miedo a pecar o a incitar al pecado.

Pinchen, agranden, recorten y disfruten.

El Juego del Jabón




La familia Pilatos es una familia extraña que se dedica a excéntricas actividades. (Tal vez sean parientes de aquella otra familia cortaziana de cronopios.)

Cuando falta el jabón en la casa, se interesan en el hipermercado por una de esas ofertas de “Pague uno y lleve tres”. Una vez adquirida y de vuelta al hogar, guardan dos pastillas en algún cajón y con la tercera comienza el juego. Éste es de reglas sencillas. Consiste en que desde primera hora de la mañana los miembros de la familia se dedicarán a lavarse las manos con frecuencia suficiente como para agotar la pastilla de jabón lo antes posible. El que consiga terminar con los últimos restos de ella, será proclamado ganador y se verá agasajado con pequeños regalos por parte del resto de la familia: un pisacorbatas, una prenda de ropa interior, un frasquito de agua de colonia…

Hay que explicar que mientras se desarrolla el juego, los componentes de la familia Pilatos no renuncian a sus hábitos diarios: desayunan, barren el salón, leen el periódico, cocinan, acuden al trabajo o a la escuela, etc. Son todas personas serias y disciplinadas que más que jugar parecen cumplir con una obligación. Por eso, la única diferencia que existe entre una jornada normal y otra dedicada al juego del jabón es que en esta última, claro está, las visitas al baño para lavarse las manos, son constantes. Hasta el pequeño Rafalín Pilatos, de tan sólo dos años, tiene a su disposición un barreñito de plástico azul donde realiza sus lavatorios, aportando con ello su no despreciable parte en la actividad.

Casi siempre, a la caída del sol, y tras los numerosos maniluvios, la pastilla de jabón se acaba y con ella, como decimos, el juego. Es entonces cuando la madre prepara para todos una merienda de chocolate con picatostes (o con churros, porque al hijo mayor no le gustan mucho los picatostes) y en serena armonía comentan los incidentes del juego o celebran algún lance destacado. Después y no sin cierta ceremonia se le hace entrega al ganador de los pequeños obsequios. Ven la televisión, cenan frugalmente y luego marchan a ocupar sus camas. Los que perdieron concilian el sueño con la ilusión de ser los campeones en el futuro certamen que se desarrollará al cabo de dos semanas. La madre, como una protectora mamá osa, bosteza satisfecha de saberlos tan cohesionados.

Shhhhh. Buenas noches, familia Pilatos.


© Sap.

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10/07/2009

martes, julio 07, 2009

Cambio de Percepción, 1


Lo que en 1908 debió resultar divertido, ahora nos parece hasta macabro. La señorita disfrazada que debió causar risa a todos cuantos la vieron, ahora nos parece una Reina de la Muerte con su cetro de cabeza de perro. Imaginadla una noche paseando por vuestra casa, visitando vuestra cama y susurrandoos al oído con voz helada cuán corta es la vida...

lunes, julio 06, 2009

Aquel verano del 78


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AQUEL VERANO DEL 78
(Historia refrescante, extravagante y premonitoria)




Todos cuantos conocimos a Gerardo, todos cuantos frecuentamos su casa, asistimos a sus tertulias, aplaudimos sus conferencias y apolillamos su biblioteca, todos, digo, estuvimos de acuerdo en considerar, mientras observábamos cómo embutían su cuerpo en el pasillo crematorio, que Gerardo había sido toda su vida un gilipollas.

Incluso Evelina, la que fue su señora, así lo había manifestado en repetidas ocasiones cuando en el momento más fogoso de la cópula se lo hacíamos saber:

-- Evelina, tu marido es un gilipollas.
-- Pues ya ves, hijo mío. Un gilipollas y un cornudo. Pero tú no pares y dame caña.

Tras el comentario y con un brusco golpe de cabeza, se echaba a la espalda aquel melenón negro como la noche que nos tenía a todos locos e iniciaba el galope final de la larga cabalgada.

Lo pasábamos bien con ambos, es cierto, con Gerardo y con Evelina. Pero de elegir el mejor momento de tantos años de amistad, todos nos quedaríamos con los largos días de agosto de 2078, cuando Gerardo fue invitado a ofrecer varias conferencias y a impartir uno de los cursos de verano que la Universidad Complutense había organizado en su sede del Puerto de Santa María (Gades-3). Aquello sí que fue el despiporre.

Nadie había estado nunca allí. Éramos gente del norte y de aquel Puerto de Santa María, todo lo más que nos sonaba era que había o hubo un penal cantado en coplas populares. Rodríguez abundó informándonos que allí, en el penal, había estado preso El Lute, un célebre delincuente que robaba a los ricos para dárselo a los pobres y al que un grupo musical de los de antes de la Hecatombe dedicó una canción que gustaba mucho a su bisabuelo. Pero nada de esto importó desde el momento en que el chófer del magnetobús que allí nos trasladaba nos dijo con gracejo andaluz que la población gozaba de una bella playa y de que nos íbamos a poner las botas de comer marisco.

Todo fue verdad. Así que nos pasábamos el día en la playa, tumbados a la bartola sobre la arena y dándonos chapuzones con Evelina, a la que hacíamos centro del corro que formábamos para jugar, bien adentrados en el mar, al “Adivina de quién es esta garrota”. Luego salíamos del agua felices como diosecillos griegos y destruíamos a patadas el castillo de arena que mientras nos bañábamos, Enriquito había construido con esmero. Aclaro que Enriquito, al ser homosexual vergonzante no participaba de nuestros juegos, nunca se integró bien en el grupo y, lo que son las cosas, terminó suicidándose.

--Toma, por maricón –le decíamos entre risitas.

Luego nos volvíamos a tumbar todos alrededor de Evelina y contábamos historias y chistes verdes y decíamos muchas veces lo de hay que ver lo que se pierde Gerardo preparando las clases, toda la mañana encerrado en el hotel. Y era verdad, porque tanto el curso como las conferencias se impartían por la tarde, después de la siesta. Pero a nosotros poco nos importaba lo que hiciera o dejara de hacer Gerardo si Evelina, complaciente, decía en algún momento: “Mirad, muchachos, voy a hacer lo que hacían las antiguas”, y dicho esto se quitaba la parte de arriba del flokki y nos mostraba sus pechos turgentes como dos vasijas de barro a las que acudíamos como lechoncillos, haciendo de Evelina por un rato una Mamá Cerda generosa y nutriente. Para mí era una sensación agradabilísima la que recibía, pues durante la succión cerraba los ojos y sentía bajos los párpados la sal del mar y con ello el recuerdo de mi infancia en el trópico.

Ya por la tarde asistíamos a las conferencias de Gerardo, que eran de entrada libre y que se desarrollaban en lo que fue antigua plaza de toros, reconvertida como todas después del periodo de las Grandes Prohibiciones, en un espacio polivalente que lo mismo acogía representaciones de zarzuelas como, en este caso, servía para impartir cursos universitarios. En el centro se erigía la tarima giratoria donde por medio de un ingenioso mecanismo de maromas y elevadores, aparecía el orador de manera casi mágica favoreciendo que el público –siempre numerosísimo- lo recibiese con un encendido aplauso. Realmente éste era parte de nuestro cometido, pero en el caso del Puerto de Santa María, poco trabajo tuvimos pues exaltar a los asistentes no costaba apenas esfuerzo.

Gerardo, como digo, aparecía en el escenario y con gestos imperiosos mandaba callar a la gente. Cuando se producía el silencio, (a lo que nosotros ayudábamos con voces de ¡silencio, por favor, que como no callemos no empieza!) Gerardo se ajustaba los pliegues de su toga cándida y lanzaba al aire como una soflama:

--¡Señores! ¡La Frenología es muy importante…!

Y dicho esto nosotros irrumpíamos con una salva de aplausos. Por otro lado aclaro que Gerardo era como se ve, catedrático de Frenología. No un vulgar profesor adjunto o auxiliar. No, no, no, no. Titular de la cátedra de Frenología de la Universidad Complutense, toda una eminencia en la materia y una voz autorizada internacionalmente.

--¡Y no solo es importante sino que además sirve para muchas cosas…!

Y en la pequeña pausa que abrían sus puntos suspensivos, aplaudíamos de nuevo a rabiar siguiendo las precisas indicaciones de Rodríguez.

--Hoy, entre otras cosas, pienso demostrar que la resurrección de los muertos es posible, es real, es un hecho palpable y no un cuento de los curas para sacarles los cuartos a la gente. ¡Y además, lo pienso demostrar sin utilizar medios alquímicos!

Y aquí ya no sólo aplaudíamos sino que lanzábamos bravos y nos levantábamos de nuestros asientos, arrastrando con ello a los demás y propiciando un clima agradable y la predisposición del público a no perder detalle de cuanto dijera Gerardo. Después ya dejábamos que la charla siguiera sus normales derroteros sin temor a interrupciones. Ya casi al final, en una enorme visualizadora láser-plasmática instalada sobre el escenario aparecía el rostro sudoroso de un negro, profesor de alguna universidad africana, corroborando todo cuanto había expuesto Gerardo, para lo que ensartaba otra ristra de teorías dichas en un idioma incomprensible (pero subtitulado). Luego el negro se levantaba, mostraba sus ropajes de colorines étnicos y nos decía adiós con la mano. Era el momento en que daba comienzo el turno de preguntas al interviniente, y con ello, la parte más importante de nuestra labor, esto es, plantearle cuestiones preparadas de antemano para su lucimiento personal. Por ejemplo, Miguel Blasco se levantaba de su asiento en el primer anfiteatro, solicitaba el flashvoice y realizaba su pregunta:

--¿Es cierto, profesor Villena, cuanto dice su ilustre colega fulanito de tal y tal acerca de la transmigración de las almas?

O era la propia Evelina (disfrazada con una peluca rubia y gafas de sol porque era conocida en los círculos académicos) la que ponía en falso aprieto a su marido cuando le planteaba alguna cuestión ya ensayada:

--¿Y qué puede decirnos sobre la polémica a la que se vio arrastrado por los sabios de la Escuela Técnica de Düsseldorf…?

Así hasta acabar y retomar alborozados la ciudad y sus marisquerías y el amor de Evelina y vuelta a empezar aquel placentero régimen de playa, sexo, el rollo de las conferencias, y las gambitas. En resumen, la felicidad…

…La felicidad que nos faltaba aquella mañana cuando casi treinta años después el cuerpo de Gerardo iba a ser devorado por las llamas en pocos minutos. Pero fue una sensación que se desvaneció al rato, cuando en un rincón apartado de la Casa de los Muertos, dimos en evocar aquellos momentos jocundos que ahora he descrito y Rodríguez comenzó con lo de ¿y no os acordáis de lo del langostino y el pobre Enriquito?, y la pregunta parecía señal para dar paso al carcajeo contenido tanto tiempo (lo normal cuando los nervios y la tensión nos atenazan en un ceremonial mortuorio) y tras lo de Enriquito vino lo de Porfirio Maestre y que si jajá y jajá y venga jajá, y Evelina que se unió al grupo, como siempre, y al corro de nuestras chacotas que nos desternillaban de risa.



© Sap.
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07/07/2009

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